lunes, 13 de agosto de 2012

la identidad cultural de los argentinos. Qué nos distingue

La identidad argentina


I. Nosotros y el mundo

No somos sólo lo que nos distingue

Es difícil hablar de la cultura argentina o de la identidad argentina. Hay enormes diferencias culturales entre un coya, un sanjuanino, un correntino, un chubutense o un porteño. No obstante, los medios de comunicación, el turismo interno y la movilidad laboral hacen que algunos rasgos se generalicen. Y esto es un fenómeno que se ha producido sobre todo el los últimos 20 años. En 1990, un joven de Alpa Corral -un puebito de 800 habitantes en las sierras de Córdoba- comparado con un joven porteño parecía un ser de otro planeta. Hoy no es así. Se produce sobre todo un contagio de ciertas notas culturales propias de la zona central del país –especialmente de Buenos Aires- en el interior del país. En cambio, la presencia de mucha gente del interior en las villas de Buenos Aires y del gran Buenos Aires no ha modificado la cultura del porteño, como no lo hace la presencia de paraguayos.

Una segunda precisión que conviene hacer es que hoy no se puede hablar de una identidad argentina prescindiendo de las características de la época en que nos toca vivir. Cuando se pregunta por la identidad de alguien se puede correr el riesgo de pensar sólo en lo que es diferente, distintivo, original. Pero en realidad la mayor parte de lo que somos la tenemos en común con otros, sobre todo en esta época globalizada. Por eso es imposible pensar en una identidad argentina separando sólo aquellas características que nos diferencias de otros pueblos y culturas. Eso no sería el argentino, sería una construcción parcial y mentirosa.

Por eso, para hablar de la identidad argentina, lo primero es ubicarla en el contexto de las características del ser humano posmoderno. Estamos acostumbrados a hablar de nuestra  época con tono negativo. Reconocemos los avances científicos pero destacamos una degradación cultural y moral. Sin embargo, esa no es la única verdad, porque todas las épocas tienen aspectos oscuros y valores. Les podría mencionar al menos 20 aspectos positivos, verdaderos avances éticos o culturales de esta época que nos toca:

1. Un valor importante de esta época es una mayor y más generalizada conciencia de los derechos humanos y de la propia dignidad, lo cual no es decir poca cosa. Durante siglos muchas personas han soportado y tolerado que arrasaran con su dignidad y han vivido como esclavos sometidos al capricho de sus patrones y sometiéndose servilmente a sus criterios. Es bueno que hoy no sea tan fácil.

2. Por consiguiente, hoy nadie puede imponer ideas; tiene que ser coherente y mostrar la razonabilidad, la conveniencia o la belleza de sus propuestas. Esto plantea mayores exigencias a todos y exige que todos sin excepción se abran al diálogo constructivo si quieren ser escuchados y respetados.

3. El progreso en las comunicaciones ha hecho que la gente esté mucho más informada. Ya no se la engaña tan fácilmente, y hoy generalmente es posible conocer distintas versiones de los hechos. El acceso al conocimiento se ve facilitado por impresionantes avances técnicos  que con el paso del tiempo se vuelven accesibles a sectores más amplios de la población.

4. Al mismo tiempo se valora mucho la igualdad y se rechazan la pretensión de mantener   privilegios y pretensiones de nobleza o de clase. Por eso mismo se reacciona con mayor fuerza ante las injusticias. Se constata una mayor igualdad entre varón y mujer; las mujeres van conquistando espacios que antes no tenían y su lugar es más respetado.
Se percibe mayor tolerancia con el diferente y menos expresiones de discriminación, que generalmente es mal vista.

5. También hay mayor espacio para poder manifestarse como uno es, libertad que se expresa aun en detalles, como el modo de vestir, la música que se escucha, etc.

6. La convivencia social más sincera, porque las personas en general se han vuelto más espontáneas. Hay menos estructuras rígidas y mayor confianza entre la gente para expresar las cosas; no sólo las propias ideas, sino también los sentimientos, estados de ánimo, dificultades interiores. Hay más sencillez en el trato, menos respeto de las distancias, menos formulismos, y más capacidad para preguntar, cuestionar, interpelar. Si bien esto puede degenerar en faltas de respeto y de delicadeza, siempre es mejor que unas relaciones humanas distantes y un sometimiento servil.

7. El fútbol, los grandes festivales y otras manifestaciones masivas (festejos del Bicentenario) no se han debilitado en una posmodernidad que tiende a privatizar todo, y estas experiencias populares ponen en contacto a las personas entre sí, unidas por pasiones comunes, y así son también un cierto contrapeso al individualismo.

8. La solidaridad, aunque no siempre se la ejercite, es vista como un gran valor. Si en otra época un sacerdote se dedicaba a los pobres o hablaba de derechos humanos, era mirado con cierta sospecha  o desconfianza. Hoy es más bien respetado o valorado por ello. La Madre Teresa de Calcuta se ha convertido en un símbolo indiscutible. Es más, hasta los sectores  políticos de derecha hoy descubren la necesidad de hablar de la situación de los pobres en sus discursos, porque temen ser identificados como defensores de los derechos de los ricos. Además, surgen permanentemente nuevas organizaciones o asociaciones para defender algún derecho relegado o para promover y rescatar algún valor injustamente descuidado. Esto, más allá de los problemas que pueda ocasionar, es innegablemente un importante progreso humano.

9. Se ha generalizado más el aprecio por la paz, el rechazo de la guerra y de la violencia, reconociendo también que hay diversas formas de violencia. Fenómenos como la violencia familiar, el abuso de menores, el maltrato de la mujer, que siempre han existido, hoy salen mucho más a la luz y son públicamente denunciados y reprobados.

10. Lo que a veces llamamos frivolidad puede ser en el fondo ganas de vivir, deseos de disfrutar y experimentar lo que este mundo ofrece, gratitud por la existencia, y un poco de ilusión que ayuda a seguir adelante y a  no caer en las garras de la tristeza y el desánimo.

11. Junto con el avance de las drogas y adicciones, cabe reconocer que hay un mayor respeto hacia la propia vida, un mejor cuidado de la salud y un trato más delicado consigo mismo. Así se ha debilitado un cierto desprecio hacia el propio cuerpo y un descuido de la salud que caracterizaban sobre todo a gente del campo o de menores condiciones económicas. Mucha gente hoy selecciona mejor lo que come, trata de hacer gimnasia o de caminar, etc.

12. El arte se cotiza mucho más. Se valora más la tarea de los artesanos, pintores y poetas, que antes eran vistos como seres ociosos, afeminados o extraños.

13. Hay más deseos de desarrollar los propios talentos, más preocupación por trabajar en lo que uno le gusta y donde uno puede aportar algo original. También, en el mundo en que vivimos, aunque muchas veces es cruel, hay mayores exigencias para buscar la excelencia y mantenerse al día, lo cual no deja de ser un estímulo para el desarrollo personal.

14. Al mismo tiempo, hay un mayor reconocimiento de los límites del ser humano y de lo relativo de las propias ideas y elecciones. Se toma conciencia deque la realidad nos supera por todas partes, se reconoce la propia fragilidad y –en la población en general– hay mucha menos ilusión de omnipotencia.

15. Crece la conciencia de que el mundo es un lugar que hay que cuidar con responsabilidad. Parecía que todos estaban encerrados con sus computadoras, pero en realidad la gente sale mucho a buscar contacto con la naturaleza. También hay más sensibilidad ante las demás creaturas que se refleja en el gusto por los programas de TV dedicados a los animales, las plantas o la geografía, permitiendo así muchas veces que el sexo no sea lo único que llame la atención.

16. Hay menos prejuicios racionalistas y más apertura hacia lo religioso, una mayor búsqueda de experiencias espirituales o una particular nostalgia de la oración.  Aunque esto implique notas de individualismo y desprecio hacia las instituciones, la religión es más vivida como una búsqueda personal que como la aceptación de normas y ritos impuestos desde afuera.

17. La globalización ha permitido que ningún lugar del mundo nos resulte extraño o lejano, que tengamos mayor conciencia del mundo en que vivimos, mucho más amplio y variado que el lugar donde estamos.

18. Sin embargo, esto no ha provocado la temida disolución de las riquezas locales. Al contrario, quizás por la posibilidad de una mayor comparación, se está desarrollando una nueva valoración de las culturas locales y de las tradiciones populares, que poco tiempo atrás eran vistas por muchos como algo antiguo, atrasado o caduco.

19. Las inmensas posibilidades de conocimiento y de experiencias variadas, junto con la impresionante apertura al mundo entero que se ofrecen hoy al sujeto hipercomunicado, invitan a ir creando poco a poco una nueva síntesis cargada de riqueza. Felizmente, Argentina tiene una larga tradición de apertura al mundo y de esfuerzo por integrar aportes diversos sin renunciar a su identidad.

Todo esto indica innegablemente que, más allá de lo económico, en nuestra época se ha elevado la calidad de vida de la población en general, y que las personas viven con mayor dignidad en muchos sentidos.
Hay indudablemente muchos riesgos de individualismo y de relativismo, pero todo lo que hemos señalado constituye un verdadero avance que hay que saber valorar. No hemos pasado del blanco al negro, el tiempo pasado no era mejor en todo sentido, y hay nuevos puntos de partida que deberían permitir que, con el paso del tiempo, logremos una nueva síntesis superadora que cure las debilidades del presente y rescate mejor los valores perennes del pasado.

Autoestima e identidad integrada al mundo

Avancemos ahora en algunas consideraciones más específicamente argentinas.
Ciertas mentes dualistas parecen pensar que el mundo desarrollado es pura bondad o racionalidad y que Argentina es pura decadencia. Por eso pretenden reconstruir el país comenzando absolutamente de cero, como si en la cultura nacional no pudiera encontrarse ningún  punto de partida para esa reconstrucción, o como si el pasado y el presente sólo fueran una degradación despreciable. Es una forma irracional y sutil de afirmar que la solución estaría en matar a todos y traer ingleses o alemanes a poblar nuestro suelo. Pero con esa baja autoestima nacional es imposible crear algo nuevo. La actual crisis internacional está mostrando que en los países que admirábamos no todo es racionalidad y perfección.

En otros sectores de la población sobreviven formas chauvinistas y cerradas de concebir la vida, desconfiando de los vecinos o creyendo que es posible crecer aislándose del resto del mundo.

Como siempre, la verdad está en un sano equilibrio que permita alimentar el amor a nosotros mismos y al mismo tiempo una enriquecedora apertura. Nos detendremos en esta doble polaridad.

En realidad la autoestima de los argentinos es muy fluctuante. Fácilmente pasamos de creernos diferentes, especiales, únicos, a decir que de este país no se puede esperar nada. En esto tiene mucho que ver la inmigración italiana,
Un amigo que trabaja en Chile, me manifestó su admiración por la responsabilidad, el orden y la contracción al trabajo de los chilenos. Inevitablemente surgió la comparación con nuestro país, y mi amigo lanzó su teoría sobre la causa de muchos defectos argentinos: “Acá hay demasiado italiano”, me dijo. Volví a escuchar varias veces esta supuesta explicación de nuestros males.
Es cierto que la impresionante inmigración italiana marcó profundamente la identidad nacional. Los políticos esperaban que el país se llenara de anglosajones, y llegó un flujo imparable de tanos ansiosos. Eso acentuó todavía más nuestro espíritu dramático, fatalista, quejoso, impaciente, ciclotímico, algo melancólico, y no siempre  dado al orden y a la racionalidad. Pero también es innegable que este flujo humano insufló en la cultura argentina una nueva fuente de vitalidad, creatividad e inspiración. Así lo muestran algunos apellidos que, en distintos ámbitos y niveles, reflejan el ingenio argentino: Soldi, Fangio, Berni, Storni, Bocca, Cassano, Sabato, Cadicamo, Piazzola, Favaloro, Batistuta, Landriscina, Discepolo, etc.
La vena italiana penetró nuestra identidad nacional. Es algo análogo a lo que sucedió con los negros en Brasil. Si allí hasta los descendientes de flemáticos alemanes se contagiaron del ritmo de los negros, en nuestro país, después de la inmigración italiana, ni los españoles ni los criollos son los mismos. Los “tanos” no trajeron sólo la pasta y la pizza. Aportaron también pasión y entusiasmo, el culto a la amistad y unos cuantos valores que hoy nos caracterizan. Por otra parte, gracias al esfuerzo y al entusiasmo de muchos italianos ilusionados, una gran parte de nuestros campos dejaron de ser monte o desierto y se convirtieron en fuente de riqueza.
La inmigración italiana ha reforzado el hecho cultural de que las inquietudes y alegrías de los argentinos están particularmente ligadas a dos grandes ejes: la familia y el trabajo. Así lo confirman recientes encuestas.[1] Veamos:
Con respecto a las cosas más negativas, dolorosas o problemáticas de la vida, sólo dos cuestiones tienen un fuerte consenso en nuestro país: el 42% menciona la enfermedad o muerte de un ser querido, y el 51% problemas económicos o de empleo (23% problemas de empleo y 18% problemas económicos en general). Aquí se advierte claramente que las dos grandes preocupaciones de los argentinos tienen que ver con la familia o con el trabajo.[2]
Además, nuestros males no comenzaron con la inmigración italiana, sino bastante antes. Marcos Aguinis, entre otros, propone una explicación distinta de nuestros mayores defectos: “Así pensaban los hidalgos, y así siguieron pensando generaciones de descendientes; la viveza tiene un lamentable carácter estructural”.[3]
En síntesis: si la inmigración italiana pudo haber reforzado algunos aspectos negativos, propios de las culturas latinas, ya presentes en nuestra idiosincrasia, también es cierto que ha enriquecido nuestro substrato cultural, agregándole valiosas posibilidades de desarrollo artístico e intelectual. Esas posibilidades están también presentes entre las brasas que hoy podríamos avivar.

Pero esta vena dramática hace que se haya vuelto frecuente culparnos a nosotros mismos de nuestros males. Esto, que sería saludable si se tratara de una adecuada autocrítica, se convierte en una especie de boumerang, porque tanto los sentimientos de culpa como el resentimiento con los compatriotas no permiten producir movimientos esperanzados y activos de cambio social. Todo lo contrario.

Por eso, más bien hay que recordar que las causas de nuestra crisis son complejas y múltiples. Ni los argentinos somos una porquería absoluta, ni los poderes económicos mundiales son ángeles benefactores o generosos amigos.

Tampoco conviene creer que el desarrollo moral ofrecerá todos los recursos necesarios para el progreso. La solución de los problemas económicos también está relacionada con los factores externos, requiere cambios estructurales que superan la buena voluntad de los individuos y supone una buena cuota de habilidad, organización, previsión, capacidad, capacitación y astucia.

En España, en Italia y en Estados Unidos, por citar tres ejemplos, hubo en las últimas décadas hechos de corrupción notables, algunos de ellos en las penumbras, como los negociados internacionales de la familia Bush en conexión con la invasión a Irak. Además, no muchos norteamericanos parecen realmente interesados en enjuiciar a Bush, porque otorgan prioridad a los “intereses nacionales”. No vaya a ser que lo que se descubra perjudique la estabilidad económica de los Estados Unidos.
Por lo que conozco de España y de Italia, hay un grado importante de corrupción estructural, instalada en diversos estratos de la población. Me consta, por ejemplo, que en varias ciudades italianas la policía cobra una cuota de contribución para garantizar la “protección” de  un lugar, que de otro modo se convertiría en zona liberada. También hay españoles que estudian con becas en diversas ciudades de Europa, pero viajan mensualmente a España para cobrar el “paro”. Y no ignoremos que los gobiernos de Italia y de España han evitado tomar determinadas medidas irritantes para la población para no afectar sus intereses electorales.
De hecho, no tenemos los problemas de terrorismo que sufren otros países como Rusia o Israel; no tenemos los índices de violencia familiar de España, ni el alcoholismo de Alemania, ni el 40% de obesidad y la mentalidad imperialista de Estados Unidos, o la guerrilla y el narcotráfico de Colombia, el racismo de Austria, o la polarización política de Venezuela; ni tenemos la proporción de suicidios de Japón o de Corea, ni la desproporción en los ingresos de la población de Brasil, ni el envejecimiento demográfico de Europa occidental, ni los conflictos étnicos y religiosos de los Balcanes, etc. Tenemos algo de todo eso, pero ciertamente en menor grado. Y tenemos otros problemas, pero tampoco podemos decir que seamos los únicos en detentar los defectos que poseemos. La verdad es que los compartimos con muchos otros países.
Esto de ninguna manera es un consuelo, pero es una invitación a sacudirse la negatividad para poner el punto de partida adecuado. Sólo puede lograrse algo nuevo a partir del reconocimiento humilde y gozoso de nuestros valores, nuestros logros positivos, nuestras capacidades que tenemos que cuidar y explotar, junto con una sabia autocrítica que nos involucre personalmente y nos estimule al cambio. Ese punto de partida deja espacio a la alegría en medio de tantos males. De otro modo nos sucederá lo que le ocurre a un joven cuando sólo le indican sus errores y sus miserias. Por más vanidoso que parezca, apabullándolo con acusaciones sólo favoreceremos su tristeza interior y su parálisis.
Cuando todo es completamente negro, nadie tiene ganas de enfrentar la tarea demasiado ardua de comenzar de cero. Simplemente se convierte en un melancólico que arrastra su inevitable miseria. O bien se siente parte de un pequeño grupo de puros y perfectos, criticando a la sociedad desde afuera, y sosteniendo que ya no se puede hacer nada. Es el mejor modo de justificar la inercia cómoda, tristona y antisocial.

Lo más inteligente sería adquirir una visión serena de los valores y de los antivalores presentes en nuestra cultura, para percibir objetivamente dónde estamos parados e iniciar un camino realista de reconstrucción nacional. Porque sólo es posible un desarrollo auténtico y perdurable si se produce desde las potencialidades de la  propia cultura, liberándola de sus lastres negativos y aprovechando sus posibilidades y rasgos positivos.
A partir del propio substrato cultural podrían brotar y desarrollarse valores que contrarresten la crisis moral. Porque la lucha contra los antivalores sólo es eficiente si se la lleva adelante desarrollando valores. Con el florecimiento de valores propios, la cultura nacional se volverá capaz de fagocitar y transformar las fuerzas inmorales que tienden a destruirla.

Esto supone una valoración positiva de la cultura popular. Porque el ser humano no existe como algo aislado y puro, sino siempre realizado concretamente en una cultura determinada. Si esto es así, sólo hay educación o crecimiento posible si no procura a partir de la cultura de la población.
En nuestro país es común mirar hacia América del Norte o Europa pensando que cuando seamos como ellos entonces sí podremos progresar, lo cual es imposible por dos motivos:
a) Primero, porque sabemos bien que si todos consumiéramos como los habitantes de Estados Unidos, el mundo no sólo no podría abastecer tal nivel de derroche, sino que ni siquiera podría llegar a contener los residuos. Los estudios sobre las consecuencias ecológicas de tal consumo, muestran que sería insostenible generalizarlo. Por eso, el supuesto progreso que hubo en ciertos países subdesarrollados sólo consiste en que han aumentado notablemente las posibilidades de consumo para un sector reducido de la población, un escaso porcentaje que se acercó más al nivel de los países desarrollados. Este tipo de progreso en los pueblos pobres es aceptable para los países más desarrollados, porque les  permite mantener a largo plazo su propio nivel de consumo. 
b) En segundo lugar, porque alguien puede desarrollarse de una manera sana y feliz sólo si lo hace desde su identidad propia. Por lo tanto, sólo puede promoverse adecuadamente a un pobre si no se lo mutila en su modo peculiar de ser y de mirar la vida. De otra manera, terminaremos creando gente triste, agresiva, desequilibrada, siempre insatisfecha. Nos limitaríamos a ser una copia de mala calidad de lo que pueden ser otros países, pero con una profunda tristeza que brota de la autonegación.
El pobre evidentemente no está en contra del progreso, pero es importante estar atento a la idea de progreso de la cultura popular, que es más humanista que la de la cultura moderna de los desarrollados. Esta se orienta de hecho al beneficio de los que tienen poder, de los que necesitan crear una especie de paraíso eterno en la tierra.
Todo esto nos invita a revisar nuestra noción de tolerancia; porque la tolerancia y el pluralismo no se dan sólo entre personas de un mismo sector social y cultural, sino entre diferentes. Implica entonces que el porteño deberá respetar al coya en sus opciones, en su estilo de vida, en su modo propio de ser feliz y de ver las cosas, sin pretender imponer dentro del país una forma atroz y arrasadora de “globalización”. Pero aún en un reducido espacio geográfico, como el del gran Buenos Aires, hay subculturas que deben ser respetadas en sus peculiaridades positivas.
La intolerancia ante la cultura de otros sectores sociales es muy frecuente en los intelectuales que sólo destacan los aspectos débiles de la cultura popular, lo cual es una verdadera forma de violencia, tan atroz como la de las armas o la de la explotación económica.
Por otra parte, más que pretender cambiar a los otros, el aporte de cada uno debe situarse en el contexto del “intercambio”, ya que todos pueden enriquecernos y proponernos nuevos desafíos con su modo de ver las cosas, con su perspectiva, con su experiencia, con su sola existencia. Cuando alguien se sitúa unilateralmente en la posición del educador o del salvador, posee evidentemente pocas posibilidades de éxito y se expone al desprecio del otro, que tiene derecho a protegerse de eventuales imposiciones y de diversas formas de dominación cultural.
Esto sucede cuando los portavoces de la clase media se vuelven meros acusadores, incapaces de ponerse en el lugar de los otros, de respetar su historia y sus angustias; o cuando generalizan indebidamente, acusando a todos los pobres de los mismos vicios; o cuando pretenden dividir a la población en diversos estamentos donde no todos tienen los mismos derechos a opinar y a decidir. Entonces se alimentan las dialécticas sociales que no le aportan nada al país y que no educan a nadie. Al contrario, llevan a que los diversos sectores se radicalicen en sus opciones, se vuelvan parciales, y terminen justificando y acentuando sus puntos débiles.
En este sentido, los intelectuales muchas veces no son sólo víctimas de la incomprensión y de la ignorancia ajena; también, con buenas intenciones, suelen fallar en sus estrategias. Quizás defienden determinados valores –como la apertura, la tolerancia, el respeto– en teoría, pero los descuidan en la práctica concreta. Pensemos en Borges, tratando de “caballeros” a nuestros militares, o felicitando a Pinochet, y al mismo tiempo tratando de ignorante e inculta a la población civil.
En esta línea, algunos no comprendieron por qué en la primera manifestación por las víctimas de Cromagnon, los pobres rechazaron y expulsaron al señor Blumberg. Hay que recordar que él cometió un error –quizás involuntario, pero difícil de reparar–pretendiendo establecer categorías de víctimas, y distinguiendo los derechos de su hijo de los derechos –supuestamente menores– de otros secuestrados que eran drogadictos o tenían determinados defectos. Por consiguiente, tanto los pobres como los jóvenes que se sintieron identificados con esta “clase de gente” que Blumberg mencionaba, entendieron que él no los valoraba como personas con plenos derechos. Por eso  consideraron una incoherencia su presencia entre ellos.
La cultura popular aporta a la mayoría de los ciudadanos una memoria social y un sentido de pertenencia, donde hay que reconocer el valor de los símbolos populares que cohesionan. La unidad nacional no está sostenida sólo por las ideas de los intelectuales, sino también por determinadas referencias culturales: musicales, arquitectónicas, artísticas, lingüísticas, culinarias, incluso religiosas, que son parte de la historia y del substrato cultural que nos identifica. El sentido comunitario necesita estas referencias comunes, que en nuestra cultura nacional siguen siendo útiles para transmitir valores.[4] De otra manera, no habrá comunidad nacional sino simple coexistencia de grupos diversos con sus propios intereses. Si no hay cierta identidad cultural que cohesione a la mayor parte de la población, tampoco será fácil alimentar un espontáneo deseo del interés nacional. Sin lazos culturales fácilmente desaparece el sentido de lo común, con todos los graves riesgos que esto entraña, ya que sólo quedan sectores que compiten y que eventualmente negocian para poder sobrevivir. Eso no es estrictamente un proyecto común.
Por eso, también en nuestro país se vuelve necesario un verdadero “pacto cultural”, un acuerdo de respeto, tolerancia y diálogo entre los diferentes que siente las bases para un pacto político. Ni siquiera el “pacto moral” que algunos proponen es suficiente, porque sólo un pacto cultural –donde cada uno reconoce al otro como otro– puede crear una trasfondo estable y profundo para cualquier otra forma de respeto y reconocimiento mutuo.

La necesidad de llamar la atención
Siempre que en nuestra tierra se habla y se escribe sobre los argentinos, se hace referencia a lo que los demás piensan de nosotros, a la mala imagen que damos ante el mundo. ¿Pero interesa tanto lo que piensen de nosotros? ¿Trataremos de ser mejores para que el mundo nos admire? ¿No será más sano liberarnos de ese espejo internacional y tratar de crecer por dignidad, por respeto hacia nosotros mismos, por amor a la verdad y a la belleza?
Si nos situamos a nosotros mismos como argentinos, esto se traslada a nuestra imagen en el exterior. La necesidad imperiosa de ganar un mundial de fútbol tiene mucho que ver con este deseo de estar en la boca de los demás. Por eso, cuando salimos del país, si los demás no mencionan las grandezas de la Argentina, nosotros nos encargamos de destacarlas. Si la Argentina está en crisis, gozamos al menos porque estamos en la boca de los extranjeros; y si no es así, nos encanta hablar de nosotros mismos, hasta el punto que cansamos a los otros. No se nos ocurre pensar que a los demás no les agrada estar pendientes de nosotros, y que tienen sus propios intereses.
Sería bueno que pudiéramos cambiar nuestra necesidad de sobresalir por el amor a la excelencia, de modo que pusiéramos lo mejor de nosotros para construir algo valioso. Se trata de pasar de la imagen que nos gustaría dar a descubrir qué podemos llegar a ser en realidad. Nuestra relación con el resto del mundo podría ser un saludable intercambio, donde nos alegremos recibiendo lo que los demás nos puedan aportar y gocemos también aportándoles algo bueno que hayamos construido. Detengamos en este asunto para comprenderlo con mayor profundidad.

En nosotros conviven dos cosas: por una parte, la inclinación a mirar demasiado para afuera (para copiar o para buscar aprobación); por otra parte, un nacionalismo chauvinista, vanidoso y cerrado. En realidad son dos expresiones del mismo narcisismo que nos lleva a hablar demasiado de nosotros mismos, sea para ensalzarnos, sea para autodespreciarnos. Todavía no hemos logrado una síntesis adecuada que conjugue un sano amor propio con la necesaria apertura.
Ante todo digamos que no se puede ser auténticamente universal sino desde el amor a la tierra, al lugar, a la gente y a la cultura donde uno está inserto. No hay auténtico diálogo si uno no tiene una clara identidad personal, porque nadie dialoga de verdad con otro si sólo le muestra una máscara, una apariencia; y tampoco puede hacerlo si no tiene algo verdaderamente propio, si su conciencia es sólo un sincretismo de ideas y experiencias que acoge indiscriminadamente. ¿Alguien sin identidad puede ofrecer a otro algo verdaderamente “personal”?
Lo mismo sucede cuando una persona no está arraigada en una cultura, en un lugar, cuando desconoce la misma tierra concreta que está pisando: ¿Desde dónde puede percibir los ricos matices de las variadas culturas, desde dónde puede acoger al diferente, desde donde puede pensar la diversidad?
Además, nada puede ofrecerle a este mundo inmenso alguien que no conoce ni valora a fondo el lugar que lo ha alimentado, alguien que no se dejó enriquecer por el lugar donde vivió la mayor parte de sus días.
Reconociendo esta riqueza de la variedad de miradas particulares, hay que advertir el riesgo de un “culto de lo global como unidad en la identidad, que propicia un universalismo reductor, integra por exclusión, absorción o violencia, y nivela confundiendo unidad con uniformidad. La integración de los aportes universales debería hacerse siempre desde la riqueza de la propia identidad. No es la superficialidad de quien no es capaz de penetrar al fondo de su propia patria, o por un resentimiento no resuelto ante la cultura de su propio pueblo.

Pero vale también lo contrario: no se puede ser adecuadamente local sino desde una sincera y amable apertura a lo universal. Así, la vida local deja de ser auténticamente receptiva, ya no se deja completar por el otro; por lo tanto, se limita en sus posibilidades de desarrollo, se vuelve estática y se enferma. Porque en realidad toda cultura sana es abierta y acogedora por naturaleza. Reconozcamos que mientras menos amplitud tenga una persona en su mente y en su corazón, menos podrá interpretar la realidad cercana donde está inmersa. Sin la relación y el contraste con el diferente es difícil percibirse clara y completamente a sí mismo y a la propia tierra, porque las demás culturas no son enemigos de los cuales hay que preservarse, sino que son otros tantos reflejos de la riqueza inagotable de la vida humana. Mirándose a sí mismo con el punto de referencia del otro, de lo diverso, cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites.

En realidad, una sana apertura,  que acoja los aportes de las otras culturas, nunca atenta contra la propia identidad. ¿Por qué? Porque al enriquecerse con elementos provenientes de otros lugares, una cultura viva no realiza una simple copia o una mera repetición, sino que integra las novedades “a su modo”. Esto provoca el nacimiento de una nueva síntesis que finalmente beneficia a todos.

Esta dinámica debería vivirse ante todo en un proceso de integración con los pueblos latinoamericanos, especialmente con los de la región, para dejar de mirarlos como competidores y finalmente convertirnos en socios y hermanos. Teniendo tanto en común con ellos, y al mismo tiempo tanta riqueza que recoger de ellos, se vuelve imperiosa una creciente integración cultural que acompañe un proceso de integración económica.
Cuando viajamos a Europa o a Asia, y vemos que confunden a Buenos Aires con Río de Janeiro, adquirimos conciencia de que, dentro del concierto mundial, estamos muy cerca de nuestros vecinos. Si tomamos cierta distancia y nos ubicamos en el contexto del mundo entero, entonces sentimos que Pablo Neruda o Mario Benedetti son muy nuestros. Por eso lo mejor para nosotros es abrirnos al mundo desde América Latina, ya que esa sería una integración que nos permitiría preservar y alimentar nuestras raíces culturales, abrirnos al otro sin dejar de ser nosotros mismos.
En realidad, sólo es posible una adecuada y auténtica apertura al lejano si uno es capaz de abrirse al vecino. La integración cultural, económica y política con los pueblos vecinos debería estar acompañada por un proceso educativo que promueva el valor del amor al vecino, que es un primer ejercicio indispensable para lograr una sana integración universal.

El estado de ánimo

Detengámonos un poco en la vida emotiva de los argentinos. Suele decirse que en general tenemos una tendencia a la tristeza, o al menos a la melancolía. Siendo descendientes de gauchos que perdieron su libertad o de inmigrantes nostálgicos, nuestras expresiones artísticas, nuestra música, y nuestro modo de ser cotidiano, están generalmente teñidos de sombra. No faltan la fiesta, la jarana, la picardía. Pero el tono general y cotidiano lleva una mueca tristona en la mayoría de los rostros callejeros.
No vale la pena avergonzarse de esa marca cultural, porque también ha sido la fuente oculta y fecunda de mucha creatividad, de cierta profundidad y seriedad que aflora particularmente en los genios de nuestro pueblo. Un signo de ello podría ser el rostro de Atahualpa Yupanqui, o el de Ernesto Sabato.

De todos modos no podemos ignorar que la tristeza y la melancolía han crecido. No sólo por los acontecimientos nacionales de los últimos años, sino también debido a las características de esta época posmoderna que nos condiciona igual que a los demás. La ansiedad generada por los ídolos del tener, del placer y del aparecer, nos ha vuelto tan insaciables e inquietos por dentro, que ya no podemos detenernos a disfrutar profundamente de nada. Aun el contacto con la naturaleza nos provoca un escozor que nos lleva inmediatamente a buscar algo que hacer o que comprar.
Las múltiples ofertas del mercado entristecen a los pobres que no pueden acceder a ellas, o los estimulan a robar para alcanzarlas, y a los miembros de la clase media les exige una tensión permanente para mantenerse a la altura.
Es necesario reconocer que en nuestro país la ansiedad ha aumentado en las últimas décadas, y con ella se ha generado una reducción del gusto por la vida y una generalizada sensación de insatisfacción. Pero las notas de la cultura globalizada actual han acentuado el lado más negro de esta inclinación y han profundizado la típica ansiedad argentina, que ya no es sólo porteña sino que ha penetrado a la clase media en todo el país.
La obsesión por comprar y consumir nos vuelve a todos más individualistas y más tristes, pero también nos recorta la mirada y nos encierra en un sector reducido de la realidad y del placer. Se trata de una tiranía del presente que se traduce en una “atrofia de la imaginación y por lo tanto del deseo.
La tristeza propia de la insatisfacción tiene que ver también con una mirada negra –¿dramática?– sobre la realidad. ¿Pero se puede disfrutar de la vida si uno está permanentemente pendiente de las cosas negativas y de los errores ajenos?
A los argentinos nos describen como quejosos, negativos, a veces insoportables, cercanos a la intolerancia. Cuando por todas partes nos definen así, tendremos que sentarnos a pensar que posiblemente tengan razón.
Nosotros lo disfrazamos de “sentido de justicia”. Lo es, pero sólo en parte. Recordemos que cuando una virtud se degenera se convierte en un vicio. Algo bueno, pero fuera de lugar, se vuelve desagradable.
Pero éste, como todos nuestros rasgos culturales, es ambiguo. Puede convertirse en la fuente de auténticos valores que nos dignifiquen con un tono que nos caracterice. El problema es que, siendo apasionados, suele faltarnos la adecuada e indispensable proporción. Una cosa es enfurecerse por una injusticia social grave que no es debidamente castigada. Pero otra cosa es perder los cabales y reaccionar con violencia por una puerta que se golpea,  o tratar de inservible a un mozo porque le falta sal a la comida.
Esta desproporción es ciertamente una desagradable característica de buena parte de nuestra población, particularmente en los núcleos urbanos de la región pampeana.
Cuando salimos de viaje nos convertimos en jueces implacables, sin darnos cuenta que la obsesión por la perfección de los servicios nos arruina nuestro propio descanso. El presidente de una compañía aérea extranjera me lo dijo sin vueltas: “No hay pasajeros más insoportables que los argentinos. Como consideran que el servicio nunca es perfecto, entonces se sienten con el derecho de hacer lo que quieran y de transgredir todas las normas”. Fuman donde no se debe, caminan cuando deben estar con los cinturones ajustados, etc. Y si les llaman la atención también se quejan.
¿Cuál es la causa de nuestra intolerancia?. Creo firmemente que se debe a que tenemos el vicio de pretender disfrutar de todo sin tener que pagar. Por consiguiente, cuando pagamos por un servicio, exigimos que sea completamente incuestionable y que nos brinde una felicidad celestial. No admitimos error alguno. Nuestra crítica puede ser aguda y certera, pero es también intolerante, agresiva, parcial e irritante.
Lo que vuelve más  desagradable todavía esta costumbre nuestra, es que ese mismo empleado público ineficiente, que se mueve con gran parsimonia y sin ganas de trabajar, luego se vuelve insoportable cuando los demás se mueven de la misma manera y eso afecta sus intereses personales.
El complejo de víctimas nos lleva a desgastarnos en lamentos estériles; no estimula un compromiso transformador. Porque es muy difícil que un quejoso obre con generosidad. No es agradecido con la vida. Entonces siempre le parece que el mundo está en deuda con él, y por eso le cuesta enormemente renunciar a algo por otros. No puede creer que la sociedad tenga derecho a la ofrenda de su esfuerzo generoso.

Sin embargo, más allá de los frecuentes y exagerados lamentos, las encuestas indican que, en las últimas décadas, entre un 80 y un 90% se siente muy o bastante orgulloso de ser argentino, por encima de lo que sucede en Francia, España o Italia, y semejante al sentido de pertenencia de Brasil, Chile o Estados Unidos.[5] En lo peor de la reciente crisis nacional este sentimiento no bajó del 80%. En esa misma época, el 79% seguía creyendo que la democracia era el mejor sistema de gobierno.[6] El Informe sobre desarrollo humano 2005 del PNUD (cit) muestra que la mitad de los jóvenes entre 18 y 27 años cree que su vida mejorará en el futuro cercano, y que sólo un 12% de la población cree que estará peor que ahora. También destaca que la expectativa positiva ha crecido notablemente desde 2002.
La desconfianza, comprensible a partir de las reiteradas desilusiones sufridas por la población, se deposita en las instituciones democráticas tal como han estado funcionando. Después de haber sido engañados por los militares, que ocultaban las masacres que perpetraban en las sombras, disfrazando su crueldad con el emblema de la “reorganización nacional” y que nos mintieron en la guerra de Malvinas, surgió la democracia joven y feliz, pero cargada de promesas que no se cumplieron: “con la democracia se come, se educa, etc.” Luego nos hicieron creer que con la convertibilidad todo se resolvía. No fue así. Después apareció la “Alianza” con una propuesta de honestidad incumplida y también con otras promesas que pronto se vieron desmentidas. Más recientemente sufrimos el “corralito” y el “corralón”. Es comprensible que los argentinos no confiemos demasiado  en las instituciones.
Pero es de esperar que las desilusiones sirvan también para no depositar tanto la confianza en factores exclusivamente políticos o coyunturales, como si un cambio de gobierno o un determinado plan económico debieran asegurar el futuro de todos de un modo mágico y fácil. Si bien la reforma de la política es indispensable, tampoco nos privará del empeño, el trabajo y la creatividad que hacen falta para desarrollarse y crecer. Los que esperaban que el retorno de la democracia resolviera por sí solo los problemas de cada uno, confiaron excesivamente en las instituciones. Los que fantaseaban creyendo que la convertibilidad les aseguraba el futuro y que bastaba con colocar pesos en un banco para recibir automáticamente dólares sin esfuerzo alguno –en lugar de planificar una inversión diversificada y realista– confiaron excesivamente en un falso milagro. La experiencia debería enseñarnos a mirar con cautela las ganancias demasiado fáciles y a utilizar mejor nuestra inteligencia para invertir con astucia. De otro modo, además de quejarnos por haber sido estafados, deberemos quejarnos también de nuestra propia cómoda ingenuidad.
Sin embargo, quejosos y estafados, los argentinos siguen apostando por la democracia en la medida en que ven pequeños signos de honestidad y de recuperación. Esto significa que los apasionados y dramáticos argentinos, cuando piensan con la mente en frío, y aun sufriendo en carne propia las consecuencias de las malas políticas y de la corrupción, tienen confianza en las posibilidades del país y de la democracia. La tristeza y el desencanto están siempre entremezclados con una escondida luz de esperanza.

Es difícil describir el humor del argentino en general. Ya nos referimos a su discreta tristeza; pero podríamos caracterizarlo ante todo como ciclotímico, voluble o inestable. Frecuentemente los circunstanciales estados de ánimo condicionan sus decisiones y reacciones. Sentimental y emotivo, “pasa del grito al silencio, de la euforia a la depresión”, y en general se muestra “inquieto, nervioso y expansivo”.[7] Pero a veces esta energía se bloquea y se esconde detrás de una cara de vinagre. Por eso, cuando está solo puede parecer ensimismado, melancólico, hasta resentido, pero cuando se junta con otros en el deporte o en un festival, grita, salta, abraza, llora. Los rockeros de otros países suelen visitar con gusto este país, porque el fervor de nuestra gente los estimula.
En otro sentido, podemos afirmar que, junto con su melancolía, los argentinos tienen “buen humor”, porque abundan las personas ocurrentes. Las conversaciones cotidianas suelen estar saturadas de chistes, bromas, dobles sentidos, ironías ingeniosas.
Este humor en realidad es parte de un estilo desenfadado que a veces puede parecer irrespetuoso. Nuestro lenguaje informal y poco reverente en realidad expresa un  deseo de saltar las distancias, de igualar a todos eliminando cualquier jerarquía Reconozcamos que el modo como se habla en nuestros medios de comunicación sobre los dirigentes, incluso acerca del presidente de la Nación, en otros países de América Latina produciría cierto rechazo. Entre nosotros hay un desprecio espontáneo hacia toda pretensión de jerarquización. Sería impensable en Argentina la existencia de títulos de nobleza, o la ostentación permanente de insignias, escudos o sangre azul. Las bromas, las burlas y la impudicia verbal echarían por tierra toda pretensión de superioridad o de trato distintivo.
Es cierto que esto a veces raya en la violencia verbal o en el atropello, y que expresa un deseo de igualación que suele ser fruto de resentimientos; pero entre nosotros el humor nos sirve frecuentemente para bajarnos el copete, para relativizar nuestras vanidades y no tomarnos tan en serio a nosotros mismos. Cuando estamos sintiendo que somos más que los demás, llega un amigo que nos dice “gordo”, “pelado”, “tuerto” o cabezón”. Entonces podemos llegar a reírnos de nuestras pretensiones de grandeza.
Es tan característico este peculiar hábito nuestro de ponerle una pizca de humor y confianza a toda relación, que en otros países tenemos que moderarnos para no ofender la sensibilidad ajena. Cuando yo estudiaba en Roma, utilizaba espontáneamente esos apelativos tan comunes entre nosotros, hasta que un español me pidió que no le dijera “gordo”, y me confesó que no entendía por qué yo utilizaba rasgos desagradables del cuerpo ajeno para denominar a las personas.
Por otra parte, el ambiente tan formal, serio y algo frío de algunos países nos lleva a extrañar ese cálido desenfado y esa familiar jovialidad que hay entre nosotros.



II. Los argentinos y los demás, el trabajo, Dios

 

Respeto y honradez


Consideramos juntos estos dos valores, porque la falta de respeto al otro es también una forma de no ser honrado, de aprovecharse de él para los propios fines, de avasallar sus derechos para alcanzar beneficios personales.
Veamos. ¿Qué sucede en nuestras ciudades con un pobre peatón un día de lluvia? Posiblemente tendrá que luchar para cruzar una calle sin semáforo, porque ningún automovilista le dará paso. Intentará tomar un taxi sin conseguirlo. Se colocará en una cola de la parada de taxis pero le resultará muy complicado lograr subir a uno, porque posiblemente, apenas aparezca un taxi a lo lejos, algunos correrán para tomarlo antes que llegue. Siempre habrá una excusa para justificar la ansiedad, y cada uno pensará que su tiempo es más valioso que el de los demás. Esto es lo contrario del reconocimiento del otro –que tanto ennoblece al ser humano– porque es vivir como si los demás no existieran.
Un síntoma más de esta “negación del otro” son los ruidos molestos. Se ha vuelto poco común que alguien ponga límites a sus deseos en orden a no molestar a otro. Muchas personas viven como si el vecino no tuviera oídos, como si nunca necesitara dormir o pasar un rato tranquilo.
La ansiedad por lograr rápidamente lo que uno necesita lleva también a manosear la palabra, mintiendo si es necesario, aunque esto pueda dañar a los demás. Así aparecen variadas formas de incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace, y una frecuente falta de fidelidad a la palabra dada.
Esta misma ansiedad argentina provoca otro problema urbano: el tráfico. Muchos conducen sólo según su conveniencia, pasando semáforos en rojo o zigzagueando imprudentemente, sin pensar en las consecuencias que esto pueda tener para los otros.
Pero que nadie ose hacerles sentir que se equivocan, porque lo harán sentir culpable por meterse en la vida de ellos, y tendrá que pagarlas por “forro”.
Estas costumbres no son inocentes. Nos obligan a revisar afectivamente la propia escala de valores, tomando conciencia de que nosotros mismos estamos alimentando eso que nos hace sufrir.
De hecho la honestidad, según algunos sondeos, parece ser el valor que la mayoría de los argentinos considera más necesario que cualquier otro para la reconstrucción nacional.[8] Parece que finalmente hemos percibido que, si dejamos que cunda la deshonestidad, terminaremos irremediablemente hundidos en el peor de los abismos. Pero para desarrollar la honestidad hace falta que cada uno alimente un profundo amor a la virtud. Sólo así es posible refrenar la ansiedad y aceptar algunas renuncias por respeto a los demás y para preparar otro estilo de vida en común.
Transcribo a mi modo, y con algunas variantes, un mensaje que circulaba por e-mail, porque expresa adecuadamente esta perspectiva positiva:
Si nos molesta cómo está el tránsito en la ciudad, entonces empecemos a cambiar y no nos pongamos excusas por lo que hacen los otros. Cada uno es cada uno y tiene su dignidad. Parte de esa dignidad personal es no cometer infracciones de tránsito, estacionar en los lugares habilitados y no dejarse llevar por la ansiedad que suele tener terribles consecuencias.
Si nos molesta la corrupción, entonces nunca sobornemos ni aceptemos sobornos. Las coimas son algo muy común y todos alguna vez caemos sin darnos cuenta, aunque nos resistamos a ponerle ese nombre. A veces creemos que es un “regalito” que le damos a alguien que nos hizo una atención, o una “gentileza” con una persona que nos ha beneficiado.
Pensemos también en el robo de mercadería o en la corrupción en las aduanas. Entonces, exijamos siempre factura en todas las compras, y no nos admitamos excepciones por la cara de bueno que tiene el que nos atiende, por su verborragia, por los sentimientos que despierta en nosotros o porque es un vecino. Tampoco cabe excusarse destacando la corrupción de los gobernantes. Siempre se pueden encontrar excusas, y los grandes males suelen están preparados por pequeños descuidos y por errores cotidianos que terminan creando un estilo de vida generalizado.

Es cierto que en nuestro país a veces se percibe esa capacidad de compartir el sufrimiento de los demás, que no se queda en un mero sentimiento sino que provoca reacciones solidarias. Se advierte particularmente en los momentos más difíciles, como las inundaciones, terremotos u otras catástrofes naturales, o cuando la televisión presenta algún caso particularmente doloroso. El problema es que estas reacciones de generosidad y altruismo parecen reducirse a esos momentos en que las personas deciden renunciar por un instante a pensar sólo en sí mismas. Pero esto no constituye un hábito de solidaridad, que lleve a las personas a estar cotidianamente atentas a las necesidades de los demás para estar a su lado. Muchos se sienten solidarios porque ocasionalmente dan algo, pero ordinariamente pueden llevar una vida relativamente cómoda y feliz como si en este país no hubiese personas necesitadas de ayuda. Se justifican con algunos razonamientos: “Uno tiene derecho a vivir un poco en paz”. “Para gozar de la vida a veces hay que olvidarse de los demás”.
Pero pensar en los demás, acercarse a alguien, renunciar cada día a algo para hacer feliz a otro, produce otro tipo de placer, un gozo diferente, un sentido profundo, una sensación de estar tocando otro nivel de la vida, la satisfacción de ser verdaderamente humanos, de ser lo que tenemos que ser, de no reducirnos al nivel de meros consumidores. Por otra parte, el contacto con los que sufren permite no exacerbar las propias insatisfacciones y ayuda a relativizar las necesidades personales de confort, descanso, esparcimiento y reconocimiento.
Esto se vuelve profundamente satisfactorio cuando nos unimos a otros para procurar la felicidad de los demás. El gusto de construir algo juntos, que se corona con la alegría de conquistarlo y celebrarlo juntos, es una altísima experiencia humana que supera cualquier placer solitario o egoísta. ¿Hay algo mejor que empeñar la vida luchando codo a codo con otros en el intento por hacer un mundo mejor?. Aun cuando no se logren los resultados esperados, el solo hecho de salir de sí mismos para buscar algo bueno junto con otros, es ya un triunfo del espíritu, e infunde en la sociedad una fuerza nueva que dará sus frutos de una manera o de otra. Pero, más allá de esta fecundidad invisible, se trata de una experiencia que le da más sentido a la propia existencia, que hace sentir que vale la pena haber nacido.

Allí están también  el canchero, el piola, el ventajero y madrugador que siempre zafa y se las arregla para vivir sin trabajar o sin cumplir la ley. Irónico y sobrador, humilla a los honestos tratándolos de “giles” o “maricones”, porque así puede aplacar todo sentimiento de culpa. Su mayor placer es transgredir, como si esa fuera la manera más noble y justa de sobrevivir. Si lo descubren y pretenden hacerle pagar una pena, se siente víctima de una injusticia, incapaz de pedir disculpas, como si esa soberbia fuera una nobleza. Luego, posiblemente inventará algo para hacer creer a los demás que salió airoso, porque él nunca pierde. Por supuesto, seguramente criticará la corrupción y felicitará a ciertos periodistas que “dicen la justa”, porque en realidad todo eso le sirve para seguir justificando su estilo de vida: Como todo está podrido, él considera que la única salida es ser “vivo” y salir adelante pisoteando a cualquiera.
¿Quién le puso esa orden interior de hacer daño?
Posiblemente es hijo, familiar o amigo de alguien que ha sido estafado o manoseado por un político, por un empresario o por el mismo Estado, alguien que le ha transmitido ese resentimiento vengativo. O quizás él mismo ha sufrido determinados abusos, o no ha recibido el afecto y la paciencia de los cuales todo niño tiene derecho.
Felizmente, no todos los argentinos reaccionan de esa manera cuando son estafados o maltratados. De hecho, no podemos decir que la mayoría de la población actúa de ese modo. Pero basta que diez de cada cien personas vivan de esa manera (¡sólo el 10%!) para que su comportamiento se destaque y provoque repulsión. De todos modos, hay que reconocer que, sin llegar a ese extremo, todos corremos el riesgo de adquirir en menor grado algunas de esas actitudes.

El modo de relacionarnos


El valor otorgado a la familia y a la amistad suele degradarse y convertirse en un vicio conocido.
Es cierto que en nuestro país se aprecia mucho el compañerismo, y se considera despreciable la deslealtad, la tacañería, el egoísmo. Desde niños estamos convencidos de que hay que ser buen amigo, ayudar al compañero, acompañar al que está pasando un mal momento, etc. Estos son sentimientos verdaderamente nobles y muchas veces espontáneos.
Pero a veces los afectos y la fidelidad a los seres más cercanos se coloca por encima de los grandes valores, y se favorece a los familiares y amigos aún a costa de violar las leyes. Por otra parte, frecuentemente las “cuñas” valen más que las capacidades y esfuerzos. Si alguien es un pariente querido hay que ubicarlo, no importa si es bueno o malo, no importa si hará bien o hará daño. Basta ver los apellidos que se repiten en la política, en los organismos públicos, en el mundo del espectáculo, etc.
En esta misma línea, la defensa de la privacidad de una institución ante la invasión de los medios puede ser una forma de ocultamiento, connivencia y corporativismo mafioso. “Si lo hacemos nosotros no está tan mal, tiene una explicación. Es cierto que lo que hicimos está en contra de la ley, pero fue sólo un error; el problema es que lo hicimos mal y nos descubrieron. Pero los otros son peores y nadie los castiga”.
Este espíritu mafioso sí que es una nota cultural arraigada por todas partes y en todos los estratos sociales.


En el fondo, aunque confiemos poco en los demás, generalmente los argentinos sentimos que nos necesitamos unos a otros. En general hay en nosotros un cierto gusto por la convivencia. Pero la pregunta ahora es por la calidad de esa convivencia. Puede suceder que alguien sea muy solidario con los pobres, justo en sus negocios e incapaz de engañar a otros, pero al mismo tiempo un malhumorado cerrado e insoportable, poco dado al diálogo con los demás. Por eso nos detendremos ahora en algunos valores que aseguren también una convivencia amable y edificante.

Una nota destacada de la cultura argentina actual, claramente desnudada por las encuestas, es la desconfianza. En 2002 sólo un 9% confiaba en las grandes empresas, sólo un 7% en el Parlamento, sólo un 8% en los sindicatos. Esta desconfianza tiene notas de indefensión y de desprotección, porque tampoco se confía en los que deberían cuidar a la población: en la misma época sólo un 10% confiaba en la Justicia y sólo un 22% en la Policía. Que esta desconfianza es una marcada característica de la cultura argentina actual salta a la vista si se advierte que, en el mismo año, el promedio mundial de confianza era mucho más alto: en el mundo en general un 39% confiaba en las grandes empresas, un 38% en el Parlamento, un 48% en los sindicatos, un 48% en la Justicia y un 58% en la Policía. Pero un dato positivo es que la misma población advierte que la educación podría cumplir una función clave para revertir está situación, ya que un 73% manifestó confiar en el sistema educativo (superior al 62% de promedio mundial),[9] y prefiere pensar que los cambios se producirán gracias a reformas graduales (81%).[10]
Esta desconfianza ante las instituciones podría explicarse porque también las expectativas de la población son muy altas. Se espera demasiado de las instituciones, y por eso también hay una tendencia a confiar en líderes fuertes que impongan rápidamente las soluciones esperadas. A esto se une que los argentinos han sido decepcionados con demasiada frecuencia, porque cuando vuelven a confiar y a tener ilusiones, se desata una nueva crisis o se hace pública alguna información sobre la corrupción, que destroza las seguridades de la población y alimenta una vez más el sentimiento de frustración.
En este contexto de desconfianza, la Iglesia despierta mayor respeto y adhesión, ya que en los últimos años siempre ha captado alrededor de un 50% de confianza,[11] pero aún este porcentaje es claramente menor al promedio mundial.[12]
Podemos decir con seguridad que lo que más confianza despierta en los argentinos es la familia: En un estudio de 2001,[13] se menciona que cuando se pidió a los entrevistados que dijeran cuáles eran las cosas más importantes que les habían pasado en la vida, el 51% mencionó a los hijos, el 32% a la pareja y el 21% a la familia en general (podía mencionarse más de un ítem). Los demás ítems tienen porcentajes relativamente bajos. Los amigos, por ejemplo, tienen sólo el 9%, aunque suben al 28% en los menores de 18 años. Sólo los lazos familiares tienen un porcentaje alto en todas las edades.
Otro dato confirma este fuerte sentimiento familiar. Cuando se preguntó a quién recurrirían ante un problema muy grave o difícil de resolver, el 72% mencionó los familiares (un 26% los padres, un 26% el cónyuge, y otros los hijos, un hermano u otro pariente). Sólo un 10% recurriría a un amigo, sólo un 2% recurriría a un sacerdote, y sólo un 1% a un psicólogo.[14] Esta respuesta se reafirma con los datos que aporta la siguiente pregunta: a quién no recurriría nunca en caso de un problema muy grave o difícil. Sólo un 10% no recurriría al cónyuge y sólo un 16% no recurriría a su madre. En cambio, un 58% nunca recurriría a un psicólogo y un 52% nunca recurriría a un sacerdote.
Pero no se trata sólo de un sentimiento familiar egoísta o interesado. En otra encuesta, en 1999, se advierte que un 88% considera que hay que amar a los padres con independencia de sus cualidades y defectos, y un 85% que es deber de los padres procurar lo mejor para sus hijos aun a costa de su propio bienestar. Estos guarismos superan el promedio mundial en varios puntos.[15]
El problema es que este fuerte sentimiento familiar está acompañado por una gran  desconfianza hacia el prójimo en general y no sólo hacia las instituciones, lo que confirma un fuerte componente antisocial en los argentinos. En 2002 alrededor de un 86% afirmaba que es razonable desconfiar, y que hay que tener cuidado al tratar con la gente (en 1991 era un 77%), mientras sólo un 14% sostenía que se podía confiar en la mayoría de la gente. Estos datos son más negativos que los indicadores mundiales, donde se ve que un 28% (el doble) confía en la gente. Este índice de confianza es todavía superior en países como España e Italia.[16] El Informe sobre desarrollo humano 2005 del PNUD (cit) confirma esta tendencia. Indica que la mitad de nuestra población confía poco o nada en los demás y que sólo el 16% dice confiar mucho en los otros. Por consiguiente, nos encontramos indudablemente con un síntoma de marcado individualismo y desintegración, ya que fuera de los lazos familiares más cercanos, los demás tienden a ser mirados como posibles enemigos peligrosos. Podemos sostener que la ausencia de un sueño comunitario genera una sensación de soledad y de indefensión que aumenta los temores frente a los otros.
Sin embargo, llama la atención que esta desconfianza no esté unida a una actitud discriminatoria. Las encuestas donde se ha preguntado a las personas a quiénes no querrían como vecinos, sólo muestran que muchos no desearían tener cerca personas con antecedentes penales (un 43%). Este porcentaje se explica por el aumento de la inseguridad, y en realidad es inferior al promedio mundial (55%). Pero en otros ítems, el promedio argentino muestra claramente una tendencia discriminatoria marcadamente menor al promedio mundial. Veamos algunos datos comparativos: con respecto a los drogadictos (32% contra un 68% mundial), a los homosexuales (22% contra 43%), a las personas con SIDA (12% contra 37%), a los musulmanes (6% contra 19%), a los inmigrantes (6% contra 18%). Advirtamos que el promedio mundial duplica o triplica al de Argentina, que en general se ubica entre los quince países que menos discriminan.[17] El valor comparativo de estos guarismos es innegable.
Por otra parte, es cierto que un 32% de los argentinos considera que los varones son mejores líderes políticos que las mujeres, pero el promedio mundial es de casi el 50%.[18]
Algunos episodios resonantes parecen indicar un importante nivel de racismo y xenofobia, como los atentados contra instituciones judías o algunas burlas referidas a los bolivianos en las canchas de fútbol, por ejemplo. También es cierto que en la vida cotidiana algunos tienen actitudes discriminatorias muy desagradables y que en el lenguaje popular persisten indeseables expresiones antijudías, por ejemplo. Pero las personas que protagonizan esos hechos están dentro de ese porcentaje que, comparativamente, es bastante reducido. Si entre cien argentinos hay seis que discriminan a los inmigrantes, esos seis pueden hacerse notar mucho, pero sus dichos y acciones de ninguna manera bastan para caracterizar la cultura Argentina en general. Su historia de mestizaje, donde la mayoría de los inmigrantes no formaron colectividades cerradas, sino que se casaron con locales o con personas de otros orígenes, muestran más bien una trayectoria de aceptación, atractivo y convivencia. Algunos apelativos como “ruso”, “tano” o “negro”, suelen usarse muy comúnmente entre amigos de un modo afectuoso, al igual que “gordo” o “pelado”.
Esto muestra que algunas debilidades que se destacan como características del ser argentino en realidad son parte de la común debilidad humana, que pueden manifestarse ocasionalmente en cualquier parte del mundo. Ciertamente, habrá que estar atentos para que no se multipliquen o acentúan, pero no son todavía rasgos propiamente culturales, que hayan arraigado de modo generalizado en la población o en un sector importante de ella.

Podríamos decir que en nuestro país hay un constante intercambio de opiniones, muchas veces mediado por los comentarios de los demás, por los medios de comunicación, y por otras vías, pero pocas veces cercano, directo, constructivo. Desde las autoridades nacionales hasta los niveles más bajos, hay poco de diálogo respetuoso, abierto, tolerante y valiente. 
El mero intercambio de opiniones en realidad es lo que llamamos “diálogo de sordos”, porque permite que cada uno mantenga intocables y sin matices sus propias ideas y opciones.

A muchos quejosos les gusta decir repetidamente que nuestro país no es serio. Pero paradójicamente dicen exactamente lo mismo quienes piensan de un modo opuesto. Lo dicen los neoliberales, exigiendo mayor libertad de mercado e inserción en el mundo, y lo dicen igualmente los sectores de izquierda, pero exigiendo un corte más drástico con los organismos internacionales. Por consiguiente, calificar al otro de “poco serio” ha pasado a ser un lugar común para decir “no estoy de acuerdo”. Es la maldita costumbre de descalificar rápidamente al adversario, aplicándole epítetos humillantes, en lugar de enfrentar un diálogo abierto y respetuoso, donde se busque alcanzar una síntesis superadora.
Sin embargo, reconozcamos que éste no es un mal exclusivamente argentino. En realidad lo hemos copiado de algunos países europeos, y también de los Estados Unidos, donde las contiendas electorales, más que ofrecer propuestas, se convirtieron en juegos verbales de ataque y descalificación. Si no miremos lo que está pasando en España y en EEUU.

La falta de diálogo implica que ninguno de los sectores está verdaderamente preocupado por el bien común, sino por la adquisición de los beneficios que otorga el poder, o en el mejor de los casos, por imponer su propia forma de pensar.
En este sentido, es notable cómo nos autojustificamos. Una persona puede creer que otro, por ser de derecha, no debe violar las leyes; ese sinvergüenza debe ser excluido y castigado. Pero él, por ser de izquierda, tiene derecho a ciertas “excepciones” cuando sea conveniente para cumplir sus objetivos. El principio de que “el fin no justifica los medios” siempre se aplica a los otros, pero se olvida rápidamente cuando se trata de realizar los propios proyectos.
Esto confirma que las ideas sin el desarrollo de hábitos buenos son completamente estériles, no resuelven nada. Sólo otorgan un cierto barniz de rectitud que sirve para engañar y autoengañarse. Nuestro país está lleno de ladrones “de guante blanco”, que hablan muy bien, denuncian con palabras convincentes, debaten con astucia, pero son más de lo mismo. En realidad, su hipocresía es más dañina que la ignorancia y el error de muchos, porque manosean de tal forma la palabra que terminan logrando que no creamos en nada ni en nadie. Cada nuevo desengaño alimenta esa desconfianza que en el fondo nos sirve a todos de excusa para ser también corruptos en nuestro propio ámbito.
Esta situación no deja espacio para un diálogo constructivo, ya que las conversaciones se convertirán en meras negociaciones para que cada uno pueda rasguñar todo el poder y los beneficios que pueda conseguir, no en una búsqueda conjunta que pueda generar un bien común.

Así como el diálogo exige una capacidad de ponerse en el lugar del otro, lo mismo tenemos que decir de la amabilidad, sin la cual tampoco habría una verdadera capacidad de encuentro.
Digamos ante todo que, para poder disponerse a un diálogo abierto, se requiere una “mirada amable” depositada en el otro. Esto no es posible cuando la actitud ante los demás es hipercrítica y siempre desconfiada. Pero esto a veces es tan sutil e inconsciente, que la persona llega a convencerse de que todos los demás están equivocados y no tienen nada bueno que ofrecer. Es cierto que todos tienen defectos y errores, pero eso no implica que todo lo que digan sea falso o que no tengan nada que aportar. Simplemente son imperfectos.
Una mirada amable puesta sobre el otro nos permite no detenernos tanto en sus imperfecciones y así ser profundamente tolerantes. Pero, para ser más exactos, mejor que tolerancia, yo hablaría de “capacidad de convivencia”.
En general los argentinos no estamos habituados a decir “por favor”, o “gracias”. O lo hacemos demasiado mecánicamente y con escasa simpatía. Es más frecuente escucharlo en otros países. Quien viaje a Francia, a Perú, a México o a Santo Domingo, por ejemplo, podrá constatarlo rápidamente. Creo que en primer lugar se debe a nuestra ansiedad. Cuando necesitamos algo lo tomamos, o exigimos que nos lo den inmediatamente. No hay tiempo para la delicadeza de pedir por favor. Y cuando nos dan lo que queremos, huimos rápidamente. No hay tiempo para agradecer.
Además, es una falta de atención al otro. Fácilmente una persona antisocial cree que es el centro del universo y que los demás y toda la realidad están a su servicio. Los otros siempre están gravemente obligados a darle lo que él necesita. El íntimamente cree –aunque nunca lo diga– que los demás existen para satisfacer sus necesidades, y cuando lo hacen sólo cumplen con lo que deben hacer. Por consiguiente, no tiene para él ningún sentido pedirles por favor o darles gracias.
Entonces, ¿qué ocurre cuando alguien efectivamente tiene la obligación de darle algo y no lo hace?. En ese caso, arderá irrefrenable la cólera del argentino, que utilizará todas las expresiones hirientes y humillantes que puedan ocurrírsele para denigrar al delincuente que ha osado no cumplir con sus deberes para con él, aunque sólo se trate de un error comprensible que todos tenemos derecho a cometer.
Esta fantasía egocéntrica de creer que él no tiene por qué pedir por favor o dar gracias, en realidad es una prolongación de una inmadurez narcisista, infantil o adolescente. Es muy difícil que un adolescente dé gracias si no ha sido bien educado, porque su narcisismo le lleva a pensar que él no pidió nacer ni vivir en sociedad; por lo tanto los demás están obligados a darle todo y él no tiene por qué ser amable ni agradecido.
La prolongación indefinida de este narcisismo tiene que ver ciertamente con una deficiencia en la educación. Pero no hablamos en este caso de la educación como transmisión de datos, o de una explicación teórica sobre la amabilidad. La educación  requiere el testimonio de los docentes, motivaciones adecuadas, y un estímulo para multiplicar actos y gestos, con una permanente evaluación al respecto. En este caso preciso de los gestos amables, los acostumbramientos tienen su valor, ya que, acompañados por motivaciones adecuadas, obligan a prestar atención a los demás, y así ayudan a crear las disposiciones para que el respeto y la amabilidad puedan convertirse con el tiempo en un auténtico y arraigado hábito.
Hay una serie de costumbres que hacen a la calidad de la convivencia. Además de la capacidad de pedir perdón, de dar gracias, o de pedir disculpas, mencionemos gestos como: no estornudarle a los demás en la cara sin taparse la boca, comer con la boca cerrada, evitar flatulencias en lugares cerrados, usar desodorante, saludar por la mañana, etc. Abundan comportamientos profundamente antisociales que pueden esconderse detrás de una apariencia de sociabilidad y buen humor. Este individualismo nos vuelve incapaces de pequeñas delicadezas para con los demás.

La ansiedad y el trabajo


Es cierto que la ansiedad es una característica de la cultura posmoderna en general, pero no es menos cierto que caracteriza particularmente a los argentinos urbanos desde hace mucho tiempo. Tradicionalmente la ansiedad nos ha llevado a escapar del esfuerzo, porque nos cuesta terriblemente trabajar y poner lo mejor de nosotros para un proyecto a mediano o largo plazo. La esperanza puesta en caudillos que vengan a resolver todo mágicamente, sin la construcción esforzada y constante de mejores instituciones, es un modo más de depender pasivamente, en lugar de ser constructores activos y creativos.
Hoy se suma a esto que el inmediatismo de las encuestas y la obsesión política por mantener el poder inmediato, no ayuda a que los gobernantes piensen en el futuro del país para anticiparse a los eventuales problemas. Muchas de nuestras crisis se deben a esta incapacidad de previsión. Los ciudadanos toleramos este comportamiento de los políticos porque tampoco queremos sacrificarnos demasiado preparando algo para después. Exigimos soluciones urgentes, así como queremos el éxito fácil y rápido. La misma ansiedad argentina que no permite desarrollar una cultura del trabajo es la que lleva a justificar la imprevisión  de los gobernantes y la carencia de un proyecto verdaderamente transformador. La mayoría exige respuestas automáticas sin pensar que eso no asegura  soluciones estables y seguras. Así se produce un círculo vicioso, porque los que trabajan en serio carecen de un contexto nacional favorable que les asegure un éxito futuro.

Se dice con frecuencia que los planes sociales no fomentan la cultura del trabajo. Una mirada realista nos permite reconocer que los argentinos siempre nos caracterizamos por una cultura de la queja, siempre tuvimos excusas para justificar la dejadez y el desinterés por el esfuerzo, porque en realidad siempre se ha dicho que “estamos en crisis
Sin embargo, vale la pena desarmar un sofisma frecuente entre nosotros. Sería un error acusar unilateralmente a los pobres de una escasa cultura del trabajo. También es verdad que en muchas familias de clase media los padres, pretendiendo dar felicidad a sus hijos, siguen manteniéndolos cuando ya son adultos, permitiéndoles una vida de zánganos adictos a la televisión, o costeando carreras universitarias que nunca se terminan.
Dicho esto, hay que reconocer que esta afirmación sobre la necesidad de desarrollar una cultura del trabajo es sólo una parte de la verdad. Además, dicha aisladamente se convierte en un peligroso engaño.
En primer lugar, las encuestas muestran que en otros países altamente desarrollados, muchas personas –más que en Argentina– no consideran al trabajo como uno de los valores más importantes de su vida, y en realidad desearían trabajar menos. Por otra parte, hoy en todo occidente han caído las certezas que movilizaban y estimulaban el esfuerzo y la entrega. Los jóvenes no están convencidos de que muchas de las cosas que les enseñan sean realmente verdaderas o necesarias. “¿Trabajar en algo que no me gusta o no me interesa? ¿Para qué?”. Se trata entonces de una tendencia que trasciende a la cultura argentina. Luego veremos algunos datos comparativos que nos ayuden a situarnos más objetivamente ante la realidad.
La historia reciente del mundo y del país ofrece variados argumentos a los que no quieren esforzarse demasiado. Muchos factores han provocado en una buena parte de la población un cierto desencanto. En Argentina hay mucha gente que, trabajando toda la vida, no ha logrado nada; los ahorristas fueron privados del fruto de muchos años de esfuerzo; la corrupción, la caída de las utopías, y otras causas hacen que hoy fácilmente nos sintamos a merced de un contexto negativo.
Las sustanciosas ganancias que obtuvieron las empresas extranjeras en el auge de las políticas neoliberales de la década de los ’90  no han estado acompañadas por una disminución razonable, sino por un aumento de la desigualdad social.
Por todo esto mucha gente, manteniendo el mismo ritmo de trabajo o aumentándolo, ve que cada vez está más lejos de obtener por su trabajo –una casa por ejemplo- lo que obtienen los que detentan el poder económico. Si las personas que se esforzaron y ahorraron o invirtieron, muchas veces se han visto avasalladas por variadas crisis que echaron por tierra todo el esfuerzo por ahorrar, es cruel atribuir el poco deseo de sacrificarse ante todo a una cultura tradicionalmente marcada por la pereza o el desinterés. En un país con escasa seguridad jurídica, donde se arrastró frecuentemente a la población de la ilusión al fracaso, y donde hay razones para la desconfianza, no se puede pedir que la gente sienta deseos de sacrificar su presente por construir algo que otros van a destruir, ni se le puede imponer que renuncie al placer inmediato por un futuro oscuro.
Además, si observamos las encuestas, podemos tener una perspectiva más clara y objetiva acerca de la actitud de los argentinos ante el trabajo, más allá de la fuerte impresión que nos causan ciertas situaciones aisladas.
Un 74% de los argentinos considera el trabajo como algo muy importante para sus vidas, superior al promedio mundial de 65% y al europeo de 53%.  Evidentemente, si 26 de cada 100 argentinos no lo consideran así, esos 26 se hacen notar, y pueden llevarnos a una percepción errónea acerca de la cultura del trabajo en Argentina.
Contrariamente a lo que suele decirse, quienes menos sostienen la importancia del trabajo no son los pobres, sino las personas con mayor nivel socioeconómico. Sólo un 43% de la gente de buena posición considera que el trabajo es algo importante, mientras un 83% en los sectores más bajos considera que trabajar es un deber para con la sociedad. Es más, un 76% de los argentinos considera que los que no trabajan se vuelven haraganes, también superior al promedio mundial, que es aproximadamente de un 65%. Por otra parte, Argentina es uno de los países donde más se tiene la convicción de que es necesario trabajar para desarrollar a pleno las capacidades personales, ya que un 87% está muy o bastante de acuerdo con esta afirmación. De 59 países donde se realizó esta encuesta, los argentinos ocupan el octavo lugar en dicha convicción.
De hecho, muchos jóvenes buscan trabajo con ansias y no encuentran posibilidades de construir su futuro.
Todos estos datos, particularmente por su valor comparativo más que por su precisión, sobran para contradecir a quienes afirman que la mentalidad de los argentinos es contraria a una cultura del trabajo.
Pero para tener una percepción exacta y acabada de lo que esto significa, hay que mirar también otros datos. Por ejemplo, que un 77% de la población considera como bastante importante –aunque no muy importante– el lugar del tiempo libre y la recreación.[19] Particularmente destacable, en esta línea, es el sondeo acerca de las cualidades que habría que inculcar en la educación de los hijos. Si bien un 77% de los argentinos –más que el promedio mundial– destaca el sentido de responsabilidad, sólo un 13% resalta la abnegación o espíritu de sacrificio, sólo un 22% remarca la determinación y perseverancia, y sólo un 15% destaca la sobriedad y espíritu de ahorro, bastante menos que el promedio mundial.[20]
Únicamente si consideramos el conjunto de los datos que acabamos de mencionar, podemos tener una visión certera y completa acerca de la actitud propia de los argentinos ante el trabajo, actitud que los distingue y constituye una marcada característica cultural. El único modo de fomentar la cultura del trabajo en Argentina es partir de esta realidad cultural.

A partir de los datos mencionados, podemos decir que en general el trabajo es muy valorado, se lo considera necesario para desarrollarse y como un deber para con la sociedad. La mayoría rechaza la pereza y la vagancia. No obstante, no se valora el trabajo entendido como un sacrificio o como un mero esfuerzo de la voluntad, como una renuncia a sí mismo, y menos como una suerte de autoinmolación. Se lo aprecia sólo en la medida en que facilite la realización de la persona y le permita disponer también de posibilidades de autonomía personal y de recreación. Además, el trabajo se valora si –aunque sea exigente y desafiante– se trata de una tarea que pueda ser disfrutada, que responda a las propias capacidades y a las propias inclinaciones. La perspectiva de los argentinos es marcadamente humanista, y esto es ciertamente un valor que invita a repensar el tipo de planteos que se realizan cuando se sostiene que en nuestro país carecemos de una cultura del trabajo. Porque también es cierto que “el trabajo está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo”.[21]
En contra de lo que muchos suponían, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en un informe de diciembre de 2005, afirma que los habitantes de Argentina figuran entre los que más tiempo dedican al trabajo. Concretamente, informa que uno de cada siete argentinos no tiene empleo, pero entre los que sí lo tienen cuatro de cada diez trabajan más horas de las que serían aceptables. En promedio, un trabajador argentino supera las 2000 horas anuales, más que un habitante de Europa, de USA o de Australia, y acercándose a algunos países del Sudeste asiático.[22]
Por consiguiente, más que ser un país donde reina el ocio, nos estamos pareciendo peligrosamente a países que han progresado a costa de un sometimiento verdaderamente servil e insalubre de los obreros. Los neoliberales a ultranza callan esta realidad, para no verse obligados a decir que el fin justifica los medios, y que la dignidad de las personas puede ser avasallada para lograr un desarrollo macroeconómico.
Hay países donde la población finalmente se autosomete a una carrera desenfrenada en pos del progreso económico personal, pero donde parece que sólo se vive para trabajar, y aumentan los suicidios a causa de una vida que en definitiva muestra el veneno del sinsentido. Es más, algunos autores, a partir de datos parciales, llegan a decir que hay sistemas no democráticos que “garantizan un desarrollo económico más eficiente”. De hecho, “algunos estados en los cuales rige una disciplina más bien rígida y severa (como Corea del Sur, Singapur, y China después de las reformas) han mantenido un ritmo de crecimiento económico más rápido respecto al de muchos países con un gobierno menos autoritario (como India, Jamaica o Costa Rica)”.[23]
Entonces advirtamos que nuestro futuro no será mejor pretendiendo copiar un estilo de vida ajeno y negando completamente nuestra cultura. Habrá que crecer en la cultura del trabajo, pero siempre con nuestro sello propio, con una capacidad de combinar adecuadamente el trabajo y el descanso, el esfuerzo y la vida en familia, el empeño y el contacto con la naturaleza. Nos interesa una población sanamente trabajadora.

La religiosidad argentina

La presencia de lo religioso se hace evidente en la mayor parte de nuestro pueblo, que, además, está marcado en su propia cultura por una identidad cristiana. Aunque no vayan a Misa los domingos o no lean la Biblia, los argentinos en su mayoría se consideran cristianos, no entienden su vida sin Dios, y su existencia está acompañada por signos sagrados.
Un interesante trabajo sociológico muestra cómo, de manera constante, ha ido creciendo el espíritu religioso de la población argentina en los últimos veinte años: Un 62% se consideraba una persona religiosa en 1984, un 70% en 1991, un 79% en 1995, un 81% en 1999.[24] Datos posteriores a los recogidos en este trabajo confirman esta tendencia. El  estudio Gallup 2001 (cit) indica que el 83% se considera una persona religiosa. En veinte años fue produciéndose de modo constante un aumento que llegó al 21%.
Esto aparece reafirmado por otras preguntas de las encuestas: En 1999, más allá de calificarse a sí mismo como religioso, el 95% de los argentinos afirmaba creer en Dios,  un 92% sostenía que Dios era muy importante o bastante importante para su vida, y un 87% decía pertenecer a alguna religión, mientras el 77% afirmaba tener algunos momentos de oración.[25]
Según el estudio Gallup 2001, de aquellos que no se consideran ateos, un 84% se declara católico, un 8% dice no practicar ninguna religión, y un 4% se declara evangélico. De los demás grupos religiosos ninguno supera el 1%.
Un 48 % manifestó que asiste a algún templo o capilla una vez al mes o más. Sólo un 28% manifestó que no asiste nunca. Más allá de la veracidad de las respuestas, esto confirma lo anterior: hay una sensibilidad popular mayoritariamente creyente, que al menos no manifiesta resistencia ante las expresiones religiosas ni se avergüenza de su fe. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la asistencia a la que se refieren no indica la participación en la Misa, sino pequeñas visitas a las iglesias, presencia en bautismos, casamientos, etc.
Esta religiosidad no implica una aceptación de todas las ofertas religiosas y formativas de la institución eclesiástica. Un 46% de los católicos manifestó haber recibido su última formación religiosa en la niñez, mientras este porcentaje bajaba al 22% en las comunidades no católicas. Sólo un 14% de los católicos decía que sigue formándose de alguna manera, pero en las comunidades no católicas esto sube al 41%. A pesar de ello, hacia 1999 un 60% de la población tenía mucha o bastante confianza en la Iglesia, por encima de las demás instituciones.[26]
Con respecto a las tareas que debería realizar hoy la Iglesia en Argentina, podemos detectar dos grandes grupos. En 2001 un 37% destacaba la ayuda a los pobres y necesitados, mientras alrededor de un 30% (que subía al 40% entre los que concurren con más frecuencia a las iglesias) mencionaba tareas más ligadas a la predicación y la espiritualidad. Es destacable que menos del 2% consideraba que es importante la enseñanza moral de la Iglesia (entendiendo por ello la moral individual, particularmente el orden de la sexualidad y la bioética). Un 40% de los encuestados afirmaba que estaría dispuesto a colaborar en alguna de las tareas mencionadas.
Sería una falta de seriedad intelectual pretender pensar la Argentina ignorando estos datos. Si la religiosidad es una dimensión del ser humano, más allá de que haya algunos que no la cultiven y la oscurezcan, y si el cristianismo es parte de la identidad cultural de la mayor parte de nuestra población, cualquiera que busque el desarrollo y la educación del país tendrá que tener en cuenta esta dimensión. No pueden hacerse planteos serios y realistas sobre el pueblo argentino excluyendo por completo la dimensión religiosa.

Hay que revisar un mito de algunos de nuestros próceres que considera la religiosidad de los argentinos como una causa de atraso. En todo caso, esa religiosidad ha estado marcada por algunas tradiciones culturales que pueden haber provocado un escaso interés por el progreso y por el trabajo, pero no porque se trate de principios propios de la religión misma.
Los datos invitan a confirmar esta necesaria distinción, porque el porcentaje de la población que se considera religiosa en Argentina, es casi igual al de Estados Unidos, donde la fe no ha obstaculizado el desarrollo económico. Si se pretende atribuir las crisis económicas más precisamente al catolicismo, entonces no se entendería por qué países más católicos todavía que Argentina, como Polonia, Portugal y México, o países muy católicos como Irlanda, Chile e Italia, han tenido un importante crecimiento económico. Además, en la mayoría de estos países, la asistencia a la iglesia es superior que en Argentina.[27]
Por otra parte, no se puede decir que los tremendos límites que se impusieron a la religión el siglo pasado en los países comunistas, hayan favorecido un mayor desarrollo económico, mientras en países profundamente religiosos como la India se ha desarrollado una democracia con importante crecimiento económico.
También cabe considerar que Argentina posee, más que otros países de América Latina, algunas características que la asemejan a algunos países altamente desarrollados, como un fuerte aprecio por la libertad de expresión, la participación ciudadana o la tolerancia. Además, un 60% de los argentinos considera que los líderes religiosos no deberían influenciar en las decisiones del gobierno (porcentaje superior al de Estados Unidos y al de Holanda e igual al de Gran Bretaña) y sólo un 20%  considera que sí deberían influenciar.[28]

Pacto cultural

La celebración del Bicentenario (2010-2016) podría ser un punto de partida, de alto valor simbólico, para refundar la Nación.
Algunos habrán lamentado que no nos hayamos detenido más en las necesarias reformas políticas para tal refundación. Se trata de modificaciones estructurales cuya importancia no es menor, y sin las cuales el progreso estará siempre condicionado.
Por otra parte, la ausencia de políticas adecuadas también influye en la calidad moral de la población. Cualquiera sabe, por ejemplo, que el desempleo que afecta sobre todo a los jóvenes, no ayuda al desarrollo de ciertos valores. Por eso, la posibilidad real de que todos accedan a un empleo digno y estable está íntimamente unida al desarrollo ético y cultural, y permitirá que nuestra democracia, ya afianzada, se convierta paulatinamente en una democracia real, para todos.
No ignoro que el futuro del país, también en su aspecto ético, requiere un plan de desarrollo sostenido, sustentado por un proceso de reforma institucional, de diálogo y de coalición nacional. No sería tan difícil, por ejemplo, encontrar consenso para dos claves del desarrollo y del empleo: un programa inteligente de inversión pública, y una decidida apuesta a la investigación científica, la innovación tecnológica y la calificación de la mano de obra en orden a diversificar las exportaciones con mayor valor agregado. Muchos nos preguntamos cuándo un gobierno se decidirá a avanzar en serio en esta línea.
Pero procuré ante todo repensar el aspecto ético y cultural de la permanente crisis nacional. No por considerar que las fallas éticas de la población sean la principal o única causa de los desastres argentinos, sino porque el deterioro ético de la gente tarde o temprano volvería inútil cualquier tipo de reforma.
Hemos visto que no cabe atribuir a la población la misma corrupción moral que se advierte en la dirigencia o en algunos sectores. Si bien hay algunas debilidades generalizadas, que hemos analizado, muchas veces se comete el error de atribuir a la población entera defectos que sólo se dan en un porcentaje que quizás no supere el 10%.
Por otra parte, no será adecuado imponer determinadas reformas sin tener en cuenta la cultura de los argentinos. Porque a veces quienes defienden la  libertad sólo piensan de hecho en la libertad de una parte del pueblo. Es cierto que hace falta imponer un mínimo legal que asegure la convivencia y el desarrollo normal de la vida social. Pero más allá de ese mínimo indispensable, el desarrollo de los grandes valores sólo puede realizarse y calar hondo si se motiva la adhesión libre de las personas, y nunca yendo en contra de las inclinaciones y del estilo presente en la cultura de los sectores mayoritarios de la población. Por eso insisto en la necesidad de un “pacto cultural”.
Ciertos prejuicios propios de espíritus resentidos y cerrados a veces impiden advertir que en la cultura de los argentinos hay verdaderos puntos de partida. Las encuestas especializadas, considerándolas en comparación con los datos recogidos en otros países de América Latina y del mundo, permiten descubrir en nuestro pueblo una fuerte presencia de determinados valores. Podrá objetarse que el aprecio por los valores no implica necesariamente practicarlos. Es cierto, pero lo mismo vale para los guarismos recogidos en otros países. Lo importante es que estos datos se consideran de modo comparativo. Además, no podrá lograrse que determinados valores se practiquen mejor si no hay al menos una actitud positiva hacia ellos.
En nuestro pueblo hay variadas expresiones de solidaridad y una búsqueda de justicia presente en muchos movimientos y organizaciones sociales de base. Tenemos gente pacífica que ama la amistad y la familia; hay muchos ciudadanos con una inmensa capacidad de adaptación a las nuevas situaciones, siempre abiertos para volver a creer y para generar nuevas apuestas. Por todas partes brotan iniciativas creativas y originales, no sólo en el arte, la música o el cine, sino también en los variados espacios de la lucha cotidiana. Argentina tiene enormes potencialidades en recursos naturales y humanos, que indican que siempre será posible renacer y crecer.
Dicho esto, hay que afirmar también la necesidad de una constante formación ética de los ciudadanos. Porque es verdad que ciertas debilidades ya presentes en nuestra población pueden agravarse a causa del individualismo, el relativismo y otros defectos propios de la cultura posmoderna globalizada. Por eso hoy conviene estar especialmente atentos ante una posible degradación del estilo de vida y de los valores de nuestra gente, lo cual ciertamente no brindaría el material humano que se requiere para un progreso auténtico, completo y estable.
Ojalá los políticos, los educadores, los periodistas y los ciudadanos en general reconozcan con profunda convicción la necesidad de una constante formación ética y ciudadana para plantar las semillas de una nueva Nación. De este modo, una festiva celebración del Bicentenario podría ser el verdadero lanzamiento de una Patria nueva, que brille radiante en el concierto de las Naciones.

Víctor Manuel Fernández
Rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina



[1] Así se advierte con claridad en los datos ofrecidos por GALLUP ARGENTINA, Estudio de opinión pública. Valores, Iglesia y distintos aspectos del culto católico (cit). Los resultados de esta encuesta se entregaron en junio de 2001; se realizó en 26 localidades de todas las regiones del país, con encuestadores capacitados. Para procesarla se utilizaron los programas estadísticos del Scientific Package for Social Sciences. Tiene un margen de error, en cada ítem, del 3,8 % para arriba o para abajo.
[2] Más adelante consideraremos otros datos en lo referido a la familia y al trabajo.
[3] M. AGUINIS, El atroz encanto de ser argentinos, Booket, Buenos Aires 20054, 90.
[4] Aunque no se puedan universalizar, porque son formas típicas de un lugar determinado del planeta.
[5] Cf. M. CARBALLO, Valores culturales al cambio del milenio, Buenos Aires 2005, 50-51. Esta obra, a la que acudiremos varias veces, recoge la información proveniente de las encuestas realizadas por el World Values Survey en Argentina, a través del Instituto Gallup en 1984, 1990, 1995 y 1999, además de otras encuestas posteriores. A continuación la citaremos con la sigla MC y el número de página.
[6] MC 39.
[7] M. GIARDINELLI, El país de las maravillas 35.
[8] Cf. J. E. ABADI – D. MILEO, Tocar fondo. La clase media argentina en crisis, Buenos Aires 2002, 164.
[9] MC 91.
[10] MC 98.
[11] MC 93.
[12] MC 96.
[13] GALLUP ARGENTINA, Estudio de opinión pública. Valores, Iglesia y distintos aspectos del culto católico (cit).
[14] El dato de apenas un 2% que recurriría a un sacerdote no debería llamar la atención, puesto que concuerda con un hecho constatable: en una parroquia de 10.000 habitantes serían unas 200 personas, que de hecho son quienes normalmente se acercan a pedir ayuda, consejo o consuelo.
[15] MC 212.
[16] MC 165-167.
[17] MC 172-173.
[18] MC 220.
[19] Los datos mencionados están documentados en MC 123-129.
[20] MC 215.
[21] JUAN PABLO II, Laborem Exercens 6.
[22] Esta información fue confirmada en 2006, mostrando que por cada desocupado hay tres personas sobreocupadas: Cf. Clarín (23/02/2006) 19.
[23] A. SEN, La democrazia degli altri. Perché la libertà non è un’invenzione dell’occidente, Milano 2004, 52. El autor destaca la parcialidad de este análisis, y se apresura a presentar, como contracara, el caso de Botswana, el país africano de mayor crecimiento económico, y uno de los mejores en todo el mundo, que es al mismo tiempo un oasis de democracia en África: Ibid, 53.
[24] MC 230.
[25] MC 233-236.
[26] MC 244.
[27] MC 231-238.
[28] MC 245.

3 comentarios:

  1. Excelente aporte sobre la cultura de los argentinos. Balanceado y mesurado. No cae en el descreimiento y sentimiento de fracaso ni tampoco en el exitismo. Variada información, análisis y opinión. Material muy valioso.

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