miércoles, 15 de mayo de 2013

El himno nacional argentino. Lectura meditada


Meditación sobre el Himno nacional argentino

 
El 12 de mayo de 1813 el Triunvirato expresaba en una carta a los gobernadores los fines que tuvo la Asamblea al  aprobar la “marcha patriótica”. Se trataba de cantarla en todos los actos públicos para “inspirar el inestimable carácter nacional, y aquel heroísmo y ambición de gloria que ha inmortalizado a los hombres libres”.[1]

Por un lado, interesaba el “carácter nacional” que había que inspirar, por encima de las particularidades e intereses fragmentarios. Hacía falta fortalecer la naciente identidad, la cohesión y el sentido de Nación, o –como prefería Arturo Dellepiane– el “espíritu público”.[2] Pero al mismo tiempo, para que esa identidad nacional tuviera contenidos sólidos y estables, se requería incentivar la actitud heroica, capaz de entregar la propia vida por este bien común. La gloria personal, de este modo, quedaba indisolublemente ligada al bien de la Nación amada.

Si el propósito no era imponer sino “inspirar”, podemos sostener que se logró ampliamente. Decía Carlos Vega que “el Himno no fue una música oficialmente administrada por funcionarios tranquilos. Fue un canto impresionante, enardecido de emoción, por igual significativo para los señores y para los humildes”.[3]

La versión abreviada actual no contiene una estrofa que dice: “Se levanta a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación, coronada su sien de laureles”. El sentido tenía que ver con el contexto histórico inmediato, puesto que acababan de ser vencidos los realistas en Salta, también derrotados en el río de la Plata y en la costa de San Lorenzo, se había proclamado el 25 de mayo como fiesta inicial de la Revolución, y había un cuerpo soberano que era la Asamblea General Constituyente. Todo gritaba que se estaba levantando una nueva Nación.

Pero hoy el Himno dice más que esos hechos históricos, y puede ser interpretado en un sentido más amplio que siga estimulando a los ciudadanos de hoy. En el fondo ése es el sentido de la decisión de abreviar el Himno cantado, expresada en un decreto del presidente Julio A. Roca del 30/03/1900. Allí dice, por ejemplo, que “el Himno nacional contiene frases que fueron escritas con propósitos transitorios, las que hace tiempo han perdido su carácter de actualidad”. Se detiene a referirse particularmente a aquellas que hacen referencia a la dominación española: “Tales frases mortifican el patriotismo del pueblo español”. Por ello reserva para el canto en actos oficiales sólo aquellas estrofas que “responden perfectamente al concepto que universalmente tienen las naciones respecto de sus Himnos en tiempos de paz”. Esto nos autoriza entonces, a interpretar el Himno más allá de los acontecimientos históricos que fueron el marco de su composición, en orden a que siga siendo profundamente significativo para los argentinos del siglo XXI.

Hace 65 años, Arturo Capdevila ofreció una meditación sobre el Himno nacional. Despertó el interés de la comunidad judía, hasta el punto que la DAIA la publicó en forma de libro en 1947. Este hecho despertó en mí la inquietud de ofrecer una breve meditación sobre nuestro Himno.

Podrían hacerse muchos estudios históricos y literarios sobre ese texto. Pero lo que me interesa ahora es simplemente partir del texto, dejarme estimular por él, para proponer pensamiento y valores. Decía el mismo Capdevila que “es conveniente que de cuando en cuando sea materia de meditación para todo argentino”.[4]

Voy a leer el Himno desde mi perspectiva creyente. Puedo hacerlo, porque un mismo texto es capaz de provocar resonancias diferentes cuando entra en contacto con distintos contextos. ¿Qué produce el Himno cuando lo pongo en contacto con mis convicciones de fe? Al leerlo de este modo, por otra parte, estoy en comunión con la inmensa mayoría del pueblo argentino que se declara creyente, y cuya cultura tampoco podría explicarse sin la presencia de la fe en nuestras tierras. Podemos decir que el Himno, aún leído dentro de su contexto histórico cercano, autorizaría esta lectura.[5] Además, el pensamiento católico siempre ha entrado en diálogo con la filosofía, particularmente con corrientes humanistas de pensamiento. Eso le permite decir cosas que pueden ser significativas también para los que no creen.

 
Oíd.

El Himno comienza con una invitación a escuchar. ¡Qué importante este comienzo! En la tradición judeocristiana esta invitación tiene una hondura impresionante. “¡Escucha Israel!” (Shemá Israel) es la invitación que resuena en el Deuteronomio (6, 4). En el Nuevo Testamento resuena una invitación semejante: “Este es mi hijo amado, escúchenlo!” (Mc 9, 7). Pero la actitud religiosa de escuchar tiene como trasfondo una capacidad humana elemental. Porque escuchar es la actitud básica del que quiere pensar con amplitud y apertura, del que sabe ampliar sus límites estrechos, del que se abre a la realidad para dejar interpelar sus propios esquemas mentales.


Mortales

Es muy sano que se nos recuerde que somos mortales. Podría haber dicho: “ciudadanos” o “patriotas” o “hermanos”. Pero nos quiere recordar nuestra condición mortal y así nos devuelve un sano realismo. En la tradición espiritual cristiana la meditación sobre la propia muerte ha sido siempre muy importante, porque ayuda a liberarse de la vanidad y permite darle a cada cosa su justa dimensión. Al mismo tiempo, reconociendo la fugacidad de la vida, uno se pregunta en qué quiere gastarla y qué quiere dejar tras de sí en su paso por este mundo. No se trata entonces de una especie de morbosa necrofilia, sino de una gran liberación interior que nos impide creernos dioses imprescindibles.
 

El grito sagrado

Lo que se propone oír en este caso es un grito sagrado. Es un grito popular. Nosotros prestamos atención a las inquietudes de las personas, pero no es tan sencillo auscultar las grandes dinámicas que corren en la sociedad en general. Frecuentemente, cuando decimos "la gente" creemos que interpretamos a todo el pueblo, cuando a veces se trata de las inquietudes de un porcentaje, de un sector determinado. Es mucho más difícil percibir por dónde va el pueblo en general, cuáles son los sueños colectivos, los gritos profundos. Puede haber recursos sociológicos para detectar tendencias, pero a esta voz sólo suelen percibirla algunos pocos sabios que son capaces de ir más allá de sus propios esquemas mentales. Hay un pueblo, hay un sujeto colectivo, detrás de tanta riqueza, de tantas diferencias, de tantos matices regionales o sectoriales. Por eso puede haber un sentimiento nacional. Debe haberlo, y esto en definitiva se fundamenta en las mismas razones que justifican que exista una propiedad privada. Debe haber entonces un sentimiento de país, un sueño comunitario, una identidad nacional.    

El grito sagrado que se nos invita a escuchar entonces, es un grito grande, un grito amplio, un grito nacional.

 
Libertad, libertad, libertad

El Himno nos concentra en el grito que clama por libertad. En realidad, en este caso tiene un sentido positivo, porque se está cantando la libertad lograda, y se trata de una libertad política. Pero no podemos dejar de decir que esa libertad fue sólo un germen, y está lejos de lograrse.

Sería superficial interpretar esa libertad sólo como la independencia con respecto a España. Eso convertiría al Himno en un mero recuerdo histórico con pocas resonancias actuales, con poca fuerza convocante. Esto mismo reconocía Capdevila diciendo que “los Himnos se componen para siempre, porque son ciertamente de una actualidad eterna … Se dirigen a todas las épocas” (pp. 16-17). De hecho,  lo que precisamente quería la Asamblea cuando pidió un Himno no era una canción que recordara hechos pasados, sino que despertara una intensa identificación nacional, un sueño de Nación, un camino compartido.

La libertad entonces es un anhelo y un propósito. Porque hoy sabemos que no basta una independencia formal ni una democracia formal, sino una libertad real. Por más que sea una inquietud respetable, la libertad de los que tienen dinero para comprar dólares no es ciertamente lo más importante. Estamos hablando de la libertad de todo el pueblo, libertad que no puede ejercerse sin medios suficientes para que todos puedan vivir con dignidad, para que todos puedan elegir un proyecto de vida personal y familiar, para que todos puedan educar adecuadamente a sus hijos y soñar un futuro. Si no es así, ¿de qué libertad y de qué soberanía hablamos?
 
Por eso, el grito del Himno no es sólo la celebración de una libertad actual sino el clamor por la libertad que todavía no hemos alcanzado. Y a todos el Himno nos invita a prestar atención a ese clamor: "Oíd".

 
Oíd el ruido de rotas cadenas

El ruido de las rotas cadenas, el ruido feliz de la liberación, también nos propone ampliar nuestra idea de libertad. En el pensamiento judeocristiano la liberación no es simplemente sacarse de encima límites externos, como si la causa de los males estuviera sólo afuera. Esta es una triste costumbre de los argentinos que dramatizamos todo cuando podemos encontrar culpas afuera, pero que no somos tan agudos para reconocer nuestros propios vicios, errores y compromisos.

Las rotas cadenas que uno quisiera escuchar, y esa libertad por la que clamamos, es entonces la liberación de las ataduras que nos encierran en las comodidades, los egoísmos, las propias injusticias, las ataduras que nos limitan internamente. Y entonces el sueño de la liberación es en definitiva el sueño de liberar lo mejor de nosotros, y que todos los argentinos puedan liberar lo mejor de sí. Así, en un entretejido de recíprocas ofrendas, la patria podrá  hacer florecer todas sus potencialidades.

Entonces romper cadenas no es sólo la preocupación por lograr una democracia mejor, una institucionalidad mejor, una estructura republicana mejor, sino una vida más digna y más fecunda en nuestro pueblo. Y el cura de la villa romperá cadenas tratando de liberar de la droga a ese joven del barrio e intentando convertirlo en un trabajador. Y el docente de nuestras aulas romperá cadenas formando personas íntegras y capacitadas. Y la madre de familia romperá cadenas tratando de desarraigar las malas inclinaciones de sus hijos y enseñándoles a convivir. Porque en definitiva, romper cadenas es una tarea educativa, con todos los géneros, formales e informales, que puede tener una actividad educativa.
 

Ved el trono a la noble igualdad

Si esta libertad de la que hablamos parece una utopía, ¿qué decir de la igualdad? Si la libertad era un grito sagrado, la igualdad está colocada en un alto trono, como un valor a contemplar, admirar y venerar.
 
En una conferencia ofrecida en la UCA, el Dr. Michel Camdessus expresó que la equidad es condición del desarrollo, que ya no puede pensarse en un desarrollo importante y sostenido si no se crece en equidad. Esto, dicho por un economista que fue presidente del FMI, invita a revisar la racionalidad de algunas teorías económicas y de algunos discursos sesgados.

La igualdad es muy valorada en Argentina. Aquí no se entenderían ya títulos de nobleza ni se ven con buenos ojos las pretensiones de privilegios. Cabe reconocer que hay cosas que fueron abolidas en la Asamblea de 1813 que subsisten en algunos países europeos, aun en los que ya no poseen monarquía, y también aunque de otro modo en muchos lugares de América Latina.

Sobre esta igualdad quiero rescatar un párrafo precioso de Capdevila que sigue teniendo sentido y actualidad: “Noble igualdad –atención al concepto– no innoble igualdad, que siempre la hay. Pues dos maneras de igualdad existieron siempre: la dolorosa cuanto estéril de igualar hacia abajo, y la fecunda y bella –que es la del Himno– de igualar hacia arriba” (p. 18).

 
Ya su trono dignísimo abrieron las Provincias unidas del sur

El texto del Himno dice que las provincias “abrieron” su trono. Es una hermosa imagen. El trono de cada provincia es dignísimo, y está enriquecido con una historia propia, un estilo, un acento y algunas costumbres diferentes. Pero ese trono debe abrirse a las otras Provincias para buscar juntas el bien común de la Nación.

El proyecto de identidad nacional corría el riesgo de competir con intentos de afirmación de identidades provinciales. Por ello “la primera preocupación del Triunvirato, una vez adoptada la marcha nacional de López, es enviarla a los gobernadores de las Provincias para que éstos la difundan en los territorios a su mando”[6] como “única marcha nacional” que debía cantarse en todos los actos públicos.

La imagen de las Provincias que abrieron su trono tiene entonces un simbolismo fuerte. No renunciaron a su trono pero lo abrieron en orden a configurar una comunión y una identidad más amplia, por lo cual ahora son Provincias “unidas”.

¿Cómo se vive hoy esta unidad? Recuerdo lo que solía decir Monseñor Staffolani, Obispo de Río Cuarto, cuando escuchaba quejas sobre el centralismo porteño. Él reflexionaba: No nos escandalicemos, porque lo mismo pasa en la relación entre Córdoba capital  y los otros departamentos de la provincia, y lo mismo se traduce en la relación entre Río Cuarto y los pueblos vecinos. Tampoco es esa la identidad local que necesitamos promover.

 
Y los libres del mundo responden

El Himno, desde una fuerte autoconsciencia nacional, propone ampliar la mirada y reconocernos en el contexto del mundo. Hoy seguimos pensando en la necesidad de esta apertura, desde Latinoamérica,[7] a todo el mundo, apertura que nos beneficia, que nos estimula, que nos completa. Nuestra posición geográfica nos desfavorece, pero nuestro país tiene una larga historia de integración y de apertura. Son nuestras puertas abiertas las que explican la multiforme riqueza que se ha ido creando en las distintas oleadas inmigratorias y que tantos de nosotros llevamos en la sangre.

Acerca de esta cuestión, por una parte, hay que reconocer que no se es auténticamente universal sino desde el amor a la tierra, al lugar, a la gente y a la cultura donde uno está inserto. Cuando una persona no está arraigada en una cultura, en un lugar, cuando desconoce la misma tierra concreta que está pisando, ¿desde dónde puede percibir los ricos matices de las variadas culturas, desde dónde puede acoger al diferente, desde dónde puede pensar la diversidad? Si no somos nosotros mismos, nos limitaríamos a ser una copia de mala calidad de lo que pueden ser otros países, pero con una profunda tristeza que brota de la auto negación.

Pero vale también lo contrario: no se puede ser adecuadamente local sino desde una sincera y amable apertura a lo universal. Nadie es sanamente local sin dejarse interpelar por lo que sucede en otras partes, sin dejarse enriquecer por otras culturas o sin solidarizarse con los dramas de otros pueblos. Es fácil advertir la pobreza de las mentalidades cerradas que se clausuran obsesiva y fanáticamente en unas pocas ideas, costumbres y seguridades, incapaces de admiración frente a la multitud de posibilidades y de belleza que ofrece el mundo entero, y carentes de una solidaridad auténtica y generosa. Así, la vida local deja de ser auténticamente receptiva, ya no se deja completar por el otro, se limita en sus posibilidades de desarrollo, se vuelve estática y se enferma. Porque en realidad toda cultura sana es abierta y acogedora por naturaleza, incluye siempre valores de universalidad, y por lo tanto “es instrumento de acercamiento”. Dichos valores transnacionales “permiten a las culturas comunicarse entre ellas y enriquecerse mutuamente”, por lo cual “una cultura sin valores universales no es una verdadera cultura”.[8]

Además, mientras menos amplitud tenga una persona en su mente y en su corazón, menos podrá interpretar la propia realidad cercana donde está inmersa. Sin la relación y el contraste con el diferente es difícil percibirse clara y completamente a sí mismo y a la propia tierra, porque las demás culturas no son enemigos de los cuales hay que preservarse, sino que son otros tantos reflejos de la riqueza inagotable de la vida humana. Mirándose a sí mismo con el punto de referencia del otro, de lo diverso, cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites.

Por otra parte, la sociedad mundial no es el resultado de la suma de los distintos países, sino que es la misma comunión que existe entre ellos, es la inclusión mutua que es anterior al surgimiento de todo grupo particular. En ese entrelazamiento de la comunión universal se integra cada grupo humano. Entonces cada persona que nace en este lugar es más un hermano de todos, un tesoro universal, que un argentino o un porteño.

Abiertos al mundo, vamos construyendo a nuestro modo el propio proyecto histórico, y ése es nuestro mejor aporte al mundo entero. A la vez, en ese propio proyecto vamos integrando y desarrollando las riquezas que recibimos de los demás.

 
Al gran pueblo argentino “Salud”

Gran pueblo argentino. Es bueno que el Himno nos recuerde que, más allá de nuestras miserias, somos un gran pueblo, lleno de valores y de posibilidades.

En su estudio sobre el Himno, Antonio Dellepiane decía que el Himno estimulaba a los argentinos a reconocer “sus propias valiosas cualidades morales, a objeto de que puedan cultivarlas y acrecentarlas”[9]. La perspectiva no es la de educar al ignorante o cultivar a la bestia, sino la de acrecentar valores que de algún modo ya están presentes y deben reconocerse como punto de partida.

Sería hermoso, pero no puedo desarrollar aquí cuáles son esos valores y esas notas distintivas que todavía caracterizan a la mayoría de nuestra población, con sus matices regionales. Hay abundante bibliografía al respecto, pero es algo que debería ser también materia de nuevos estudios y de conversación.

Pienso también en los valores de los pobres, que tendrían que ser reconocidos como punto de partida para su desarrollo. Porque alguien puede desarrollarse de una manera sana y feliz sólo si lo hace desde su identidad propia. Por lo tanto, sólo puede promoverse adecuadamente a un pobre si no se lo mutila en su modo peculiar de ser y de mirar la vida. De otra manera, terminaremos creando gente triste, agresiva, desequilibrada, siempre insatisfecha. Esto sucede cuando los portavoces de la clase media se vuelven meros acusadores, incapaces de ponerse en el lugar de los otros, de respetar su historia y sus angustias; o cuando generalizan indebidamente, acusando a todos los pobres de los mismos vicios; o cuando pretenden dividir a la población en diversos estamentos donde no todos tienen los mismos derechos a opinar y a decidir. Entonces se alimentan las dialécticas sociales que no le aportan nada al país y que no educan a nadie. Al contrario, llevan a que los diversos sectores se radicalicen en sus opciones, se vuelvan parciales, y terminen justificando y acentuando sus violencias y sus puntos débiles.

Algo de eso sucede de manera sutil cuando algunos grupos pretenden imponer ciertos valores supuestamente más altos a través de un “consenso”, que a veces en la práctica no es más que el consenso de ciertos sectores, poco representativos de la cultura popular y de los valores que le otorgan identidad cultural. Esta cultura también tiene derecho a ser integrada en el diálogo. Por eso, también en nuestro país se vuelve necesario un verdadero “pacto cultural”, un acuerdo de respeto, tolerancia y diálogo entre los diferentes que siente las bases para un pacto político. Sólo un pacto cultural –donde cada uno reconoce al otro como otro con su propia cultura– puede crear un trasfondo estable y profundo para cualquier otra forma de respeto y reconocimiento mutuo.

 
Sean eternos los laureles que supimos conseguir

Esta última estrofa es como una reacción a lo dicho antes. Después del cambio de ritmo que impone una pausa al canto, brota como una respuesta festiva y entusiasta, que en definitiva es la entrega personal y comunitaria de la vida para construir una patria mejor.

Para los cristianos, todo lo bueno que podamos construir juntos se lleva al Reino de Dios, y tiene también un sentido eterno. Quedará sobre todo lo que no se consume , el amor que hemos puesto en las tareas y los valores que han impregnado nuestra acción, pero también los frutos de esa entrega generosa.
  

Coronados de gloria vivamos
 
Nosotros no entendemos la gloria en el sentido griego de la “doxa”, que es la opinión, el qué dirán, los aplausos, la apariencia, la gloria vana. La entendemos en el sentido hebreo de “kabod”, que es algo pesado, denso, algo que resplandece porque es un bien que desborda desde esa densidad. En ese sentido, la búsqueda de gloria no es más que el deseo de  llevar una vida densa, cargada de bien, de dignidad, de nobleza y de sentido. Es, como dice la canción, dejar de durar y transcurrir y “honrar la vida”

  
O juremos con gloria morir
 
Cuántos dan la vida en nuestra patria. No pienso ahora en personas destacadas en la sociedad, que ocupan cargos importantes. Pienso especialmente en los docentes que persisten en su vocación educadora en barrios violentos, donde los resultados de su esfuerzo no brillan. Pienso en las madres de nuestras villas o barrios obreros que trabajan todo el día y todos los días limpiando pisos para alimentar a sus hijos, o en las enfermeras de hospitales que soportan situaciones tan duras, o en los chicos que caminan varios kilómetros para ir a la escuela. Mucha gente que da la vida para obtener poco, pero cuánta gloria en esas vidas. Porque no interesa tanto tener una muerte violenta para mostrar nuestra fortaleza, sino persistir día tras día en el bien a pesar de los sacrificios e ingratitudes, y así morir con gloria cada noche.


Interpretado el Himno de esta manera, hasta podríamos concluir diciendo “Amén”.

 

 

Mons. Víctor Manuel Fernández

Rector de la UCA




[1] Cf. Facsímil en La Prensa, 25/05/1935.
[2] A. Dellepiane, El Himno nacional argentino, Buenos Aires, M. Rodríguez Giles, 1927, 10.
[3] C. Vega, El Himno nacional argentino, Buenos Aires, Educa, 2005, 14.
[4] A. Capdevila, Meditación sobre el Himno nacional, Buenos Aires, DAIA, 1947, 7.
[5]Cfr. lo que se dice acerca de la “religión católica en: Gazeta ministerial, 5 de febrero de 1813.
[6] E. Buch, O juremos con gloria morir, Buenos Aires, Sudamericana, 1994, 17.
[7] La Asamblea del Año XIII tenía una fuerte impronta americanista.
[8] Juan Pablo II, “Discurso a los representantes del mundo de la cultura en Argentina (Buenos Aires)”, en Documentation Catholique 1940 (1987) 537s.
[9] A. Dellepiane (cit).